Apagones españoles
Los apagones que sufren los consumidores españoles no tienen nada que ver con los apagones de California. Los problemas en aquel Estado norteamericano se deben fundamentalmente a insuficiencias en la generación y estrangulamientos de la red de alta tensión. En España, por el contrario, sobra generación eléctrica por el momento y la red de transporte gestionada por Red Eléctrica está bien dimensionada, excepto en lo que se refiere a las interconexiones con Europa, cuyo estrangulamiento aumenta el poder de los monopolios españoles, pero todavía no tiene consecuencias sobre el suministro.
Los apagones en España se deben fundamentalmente a deficiencias en lo que se llama la distribución; esto es, las instalaciones y cables de media y baja tensión que llevan la electricidad hasta las casas, tiendas y fábricas. Estos problemas no son nuevos y cualquiera que viva en la costa mediterránea sabe que estos problemas existen desde hace años. Lo único nuevo es que han ido a peor. Echar la culpa a ayuntamientos y comunidades autónomas no tiene ningún sentido. Es verdad que los ayuntamientos son lentos en todas sus tramitaciones, pero ésta es una realidad con la que se enfrentan todos los empresarios españoles y a ninguno se le ocurre utilizar este argumento para justificar que no entregan a los clientes el producto por el que éstos les pagan.
Los apagones españoles surgen de una mala regulación de la distribución eléctrica en España y tampoco se puede decir que ello se deba a que la regulación haya reducido la remuneración de las empresas eléctricas. Porque, así como es cierto que se ha reducido la remuneración de la generación (reducción insuficiente, teniendo en cuenta la caída en los tipos de interés), también es cierto que en los últimos años ha aumentado sustancialmente la remuneración que perciben las empresas eléctricas por su actividad de distribución.
La comisión reguladora informó favorablemente del aumento de estas cargas a los consumidores justamente para que las empresas pudieran hacer frente a los problemas de calidad de suministro (apagones, oscilaciones de tensión, etcétera) que ya se observaban en la distribución eléctrica, pero también propuso al Gobierno que, a cambio de ese aumento en la remuneración, fijara unas exigencias de calidad con el fin de que las empresas utilizaran ese dinero adicional para mejorar la calidad en el suministro. Desgraciadamente, el Gobierno aumentó mucho la remuneración de las empresas eléctricas por el concepto de distribución, pero no les fijó ninguna exigencia de calidad. Los efectos están a la vista de todos.
Sólo hace seis meses, después de cinco años sin haber regulado la calidad del suministro, que el Gobierno ha aprobado un decreto en el que se establecen unos niveles de calidad, pero, gracias a una serie de trucos reglamentarios, las empresas eléctricas seguirán sin ser sancionadas por su incumplimiento hasta dentro de dos o tres años. Es absurdo que el poder público fije la remuneración de un servicio monopólico sin exigir una calidad determinada a cambio. Esto de pagar a un suministrador sin exigirle una calidad definida es algo insólito, que no sucede en ningún otro negocio. Es como acordar el precio de una vivienda y que luego el vendedor pudiera suministrar los metros cuadrados que le parezca. Es como si, al comprar un coche, por el mismo precio el vendedor pudiera entregar un Mercedes o un Seat.
Se acusa a las empresas eléctricas de que los recursos crecientes que han recibido por la actividad de distribución han sido desviados a inversiones en otros sectores o países, en vez de mejorar la calidad del servicio eléctrico en España. En una economía capitalista, esta acusación no tiene sentido, pues las empresas eléctricas, como todas, buscan su máximo beneficio. La única posibilidad de que sirvan al consumidor es que el poder público, al fijar la remuneración, fije al mismo tiempo una calidad y, si no cumplen, obligarles a reducir sustancialmente las facturas que pasan a los consumidores. El problema no ha surgido de la actuación maliciosa de las empresas eléctricas, sino de una deficiente regulación por parte del Gobierno, que no obligó a las empresas eléctricas a respetar unos niveles mínimos de calidad.
Ahora se intentará investigar cuál es la parte de culpabilidad de los ayuntamientos en los apagones, o en qué se han gastado los recursos las eléctricas. Esto sería innecesario si se hubieran aprobado unas exigencias de calidad de suministro y se hubiera establecido una sanción por su incumplimiento. Las empresas eléctricas se habrían preocupado de convencer -como fuera- a los ayuntamientos, y habrían gastado en inversión y mantenimiento lo mínimo necesario -pero no menos- para dar la calidad exigida, por la sencilla razón de que los apagones les habrían afectado negativamente a su cuenta de resultados. Hoy, el incumplimiento les sale gratis.
Es verdad que fueron las empresas eléctricas las que pidieron al Gobierno que no aprobara exigencias de calidad ni sanciones por incumplimiento, pero ello también es lógico, pues todo el mundo -y no sólo las empresas eléctricas- intenta que la legislación le favorezca.
El problema es que el Gobierno les hizo caso. Como en tantos otros casos, el Gobierno cayó en el error de pensar que la mejor regulación es la que accede a las peticiones de las empresas del sector correspondiente. Como en tantos otros casos, y a diferencia de lo que sucede en otros países, serán los consumidores, y no los monopolios, los que paguen los costes de los apagones.
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