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La gestión de la diversidad

Cuando comentamos en voz alta que la inmigración será la gran cuestión de los próximos años, estamos concentrando en este término tres debates distintos, algunos no ocasionados exclusivamente por la llegada de nuevos inmigrantes. En un sentido estricto, el debate sobre la inmigración sería el de las políticas de fronteras: cómo podemos conciliar la aspiración legítima de toda persona humana a buscar el lugar del planeta donde encuentre un mejor acomodo y la necesidad de regular los flujos humanos en beneficio tanto de los inmigrantes como de las sociedades de acogida. Pero asociamos a la inmigración dos debates que no le son exclusivos. En primer lugar, el debate sobre la acogida. En segundo lugar, el debate sobre la diversidad.

Vamos a tener sociedades discontinuas, pero hemos de evitar tener sociedades rotas

De hecho, el debate sobre la acogida, sobre la necesidad de ofrecer a las personas que vienen de fuera unos mínimos de dignidad humana, no es un debate sobre la inmigración, sino que es un debate sobre la desigualdad social. Dicho de otro modo, aunque no existieran inmigrantes, toda sociedad debería preguntarse cómo conseguir que todos sus componentes puedan acceder a unas prestaciones mínimas -educativas, sanitarias, urbanísticas, laborales- y tengan al mismo tiempo unas responsabilidades claras ante el conjunto de la sociedad. Ni el debate sobre la enseñanza o la sanidad o, en la otra punta, el debate sobre la delincuencia, son de hecho debates sobre la inmigración. Una sociedad debe tener unos valores conjuntos para todos sus miembros, una ley que es ley para todos, para proteger a todos y para obligar a todos, al margen de que tenga o no tenga inmigrantes. En todo caso, la inmigración subraya o hace más visible este debate previo y consustancial a la idea del Estado que es el del combate de las desigualdades, sobre todo la desigualdad de oportunidades y de responsabilidades.

Tampoco el debate sobre la diversidad es hijo estrictamente de la inmigración. Pero también en este caso la inmigración lo hace más visible y en un cierto sentido más urgente. Hasta hace unos años, nuestras sociedades vivían en una ilusión de homogeneidad. Era un hecho extraño, en el tiempo y en el espacio. La idea de que en el interior de un determinado espacio se producía una absoluta continuidad cultural, religiosa, lingüística... Esta idea es una excepción en la historia. Nuestra historia medieval es la de una sociedad sin esta continuidad. En la Europa oriental y en el mundo no europeo, hasta la generalización del molde del estado nacional, las sociedades también son internamente segmentadas. Lo es también a su modo la sociedad anglosajona. Nosotros nos hemos acostumbrado a esta contuidad que ahora se rompe por muchas vías, no sólo por la inmigración. Desde Internet hasta la apertura de un cierto supermercado de las religiones, que lleva hasta la religión a la carta, en nuestra sociedad ya hay en estos momentos una cierta discontinuidad: un territorio no es una sola cultura, una sola religión, una sola lengua. En medio mundo, los conflictos contemporáneos nacen de situaciones en las que sobre un mismo territorio hay comunidades culturales distintas, con proyectos políticos contrapuestos, desde los Balcanes hasta el Ulster pasando por Oriente Próximo.

Vamos a tener, por tanto, sociedades discontinuas, pero hemos de evitar tener sociedades rotas. No es imaginable un futuro en el que en un territorio haya solamente una religión, una lengua de uso familiar, un único molde cultural. Habrá sociedades discontinuas, en las que a menudo cada individuo escogerá sus propias referencias. Pero la sociedad necesitará unas reglas de funcionamiento, una lengua franca para la administración, unas referencias culturales asumidas colectivamente, unos factores de cohesión. Aquí está el gran tema: la gestión de la diversidad. No la diversidad que, como la globalización, es una realidad inevitable, un imperativo histórico. El problema es cómo la gestionamos. Es decir, cómo conseguimos que la diversidad no se convierta en desigualdad o en discriminación. Pero también que la discontinuidad no se convierta en explosión, en ruptura, en renuncia a la cohesión social. Con una reflexión de fondo: aunque no tuviésemos ni un inmigrante, a partir de ahora, son cuestiones que tendríamos que plantearnos antes o después. Con inmigración, antes. Ya.

Vicenç Villatoro es escritor, periodista y diputado de CiU.

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