Un tenorino sabio y exquisito
El año en que Rafael Frühbeck de Burgos estrenó en el Monasterio de San Jerónimo la versión de concierto de Atlántida de Falla, Enrique Gámez, el nuevo director del Festival Internacional de Música y Danza de Granada, dormía y lloraba sucesivamente en el dormitorio de su casa de Jódar, Jaén. No era la emoción lo que conmocionaba a Gámez hasta el punto de arrancarle copiosas lágrimas, ni la monotonía de la partitura que acababa de completar Ernesto Halffter lo que lo inducía periódicamente al sueño. Era la edad. Enrique Gámez había nacido un mes antes y aún no tenía noticias de Falla ni de la Orquesta Nacional de España ni del maestro Frühbeck. En aquel festival, el de 1962, también se montó una ópera de Mozart, El rapto del serrallo, en el patio de los Arrayanes, un proyecto inimaginable hoy a causa del celo proteccionista de los responsables del monumento.
El pasado 22 de junio, 39 años después, Rafael Frühbeck de Burgos y la Orquesta Nacional de España ofrecieron con una rara fidelidad el concierto inaugural, también con obras de Manuel de Falla, pero Enrique Gámez ya no llora o duerme, o si llora y duerme es por motivos diferentes, que no vienen al caso. Ahora es el nuevo director del certamen. Los ciclos del tiempo gestan estas y otras sorprendentes casualidades.
Sin embargo, si se examina la carrera de Gámez, no parece cuestión de azar su designación para dirigir uno de los principales certámenes de música clásica de España, el más antiguo junto con el de Santander. En realidad, parece como si la brújula biográfica de Gámez hubiera marcado siempre en esa dirección. Aunque es licenciado en Filología Clásica, sus inquietudes personales y profesionales siempre han estado en el mundo de la música. En 1986 entró a formar parte del equipo del Festival de Música y Danza y, en un puesto o en otro, ha colaborado con los cuatro últimos directores: Antonio Martín Moreno, que trajo por primera vez a Pierre Boulez; Maricarmen Palma, una buena programadora dotada de un carácter mandón que redujo a pocos años su estancia en el cargo; Juan de Udaeta, pluriempleado, y Alfredo Aracil, que ha alargado hasta la edición del cincuentenario su periodo como director.
Con todos ellos Gámez fue un asesor sabio y exquisito. Su trayectoria comenzó como programador de la cátedra Manuel de Falla de la Universidad granadina y como fundador de la Fonoteca Universitaria. Luego pasó ya a dirigir el departamento de Programación y Preproducción del festival. Quienes han colaborado con este hombre delgado, que se alimenta de yogur y verduras y que hasta hace pocos días era el responsable del área de música de la Consejería de Cultura, no pueden reprimir un gesto de estupefacción al recordar las múltiples facetas en que ha fijado sus conocimientos.
Gámez, por ejemplo, controla en un concierto las notas falsas de los músicos, se refocila en la belleza con la melodía, enjuicia al director y prescribe por qué lugar del escenario y en qué momento debe aparecer la azafata con el ramo de flores para la solista. Pero hay más: sabe qué flores agradan más a cada cantante o qué tipo de cereza o manzana prefiere que le manden en el cesto de frutas a la habitación del hotel.
Siente devoción por la séptima sinfonía de Shostakovich y disfruta con el antecesor del ruso, Mahler. En los lugares más inesperados -en un bar, en un pasillo- Gámez rompe a cantar un aria con su voz notable de aficionado que él, con modestia, sostiene que pertenece al registro ligero de tenorino. En el festival fue quien participó, a la sombra de Juan de Udaeta, en la contratación de dos directores que fallecieron poco después: Sergiu Celebidache y George Solti.
Enrique Gámez también ha colaborado con Josep Pons en la Orquesta Ciudad de Granada: ha disfrutado y ha sufrido. Fue quien propuso los conciertos dedicados a la música y el cine y quien preparó unos singulares espectáculos gratuitos en los conventos de Granada que terminaban con un tentempié a base de pasteles de las monjas. Pero también fue el que sufrió directamente la ceguera cultural del anterior alcalde de Granada, Gabriel Díaz Berbel, que decidió apoyar una iniciativa más provinciana a cambio de sacrificar a la propia orquesta. La movilización de los aficionados y del mundo de la cultura impidió que Berbel echara a Pons y pusiera en su lugar al director de la banda de música.
Y es que la experiencia, incluida la musical, suele ser agridulce -llanto, sueño o risa- a pesar de Shostakovich y del relleno de los pasteles de las monjas.
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