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Columna
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¿Qué tal estamos?

Supongamos que voy a un hospital, no porque me encuentre enfermo sino para hacerme un chequeo y hacerme cargo de cómo va todo. Me hacen placas, análisis y todo tipo de pruebas. El día fijado, con cierto nerviosismo, voy a recoger los resultados. Me encuentro con varios equipos médicos, cada uno con un jefe de grupo, que me dan su experta opinión y las consiguientes recomendaciones para el futuro.

El primero que habla es serio, con bigote y se expresa con ciertos tecnicismos. En resumen me dice que todo va bien, que no debo preocuparme especialmente, aunque podría cuidar algunas teclas que pueden llegar a molestarme. El segundo jefe de equipo, de aspecto más simpático y amable, dice que no voy mal, pero que tengo algunos síntomas preocupantes, que tenga cuidado si no quiero llevarme un susto cualquier día de estos. Como si fuera un médico de cabecera de los que ya no existen, hasta me recomienda pasear para mejorar mi calidad de vida, escuchar los pajaritos en el campo y leer un poco, por ejemplo, El Quijote. Para ser un experto, lo encuentro algo raro, pero no me parece mal el consejo. Al menos no me recomienda a Góngora, que siempre me crispa un poco los nervios.

El resto de los equipos terminan por aturdirme del todo. Uno de ellos, con cara de pocos amigos y aspecto del mal afeitado, me dice que estoy de pena, que si no reviento hoy o mañana poco me falta. Dice algunas cosas que me suenan a que son verdad, síntomas que a veces siento, pero me apetece sacarle la lengua en son de burla, si no fuera por miedo a que advierta en ese apéndice alguna otra enfermedad terrible. Los demás equipos, salvo alguna excepción, parecen algo fetichistas porque unos se obsesionan con el hígado, dicen que está belicoso y que tengo que dialogar más con él, negociar con sus necesidades para que calme sus iras; a otros sólo les preocupa los pulmones y todavía otros pretenden que consuma los fármacos que tienen en promoción. A ninguno de estos les preocupa mi estado general, únicamente su especialidad de carácter local.

Salgo confuso a la calle y sin saber realmente qué puedo esperar del futuro de mi salud y del resto de mi vida. En el bar de enfrente me esperan unos amigos que preguntan solícitos cómo me ha ido. Les confieso que no tengo una idea muy clara del resultado del chequeo. Pero les comento ilusionado mi opinión sobre el porvenir profesional de los expertos que me han examinado. De unos habló bien, de otros menos. A unos les veo futuro en su carrera, los hay demasiado serios, también los hay antipáticos. Y así voy desgranando mi parecer sobre los que debaten el estado de mi salud, preocupándome más por ellos que por mí mismo, una situación que se ha repetido mucho estos días entre los ciudadanos. La mirada perpleja de mis amigos lo dice todo. Están pensando que me han tomado el pelo y su diagnóstico es el más certero de todos. Piensan que soy imbécil.

En estos casos ya sabemos lo que hay que hacer. Hay que ir a un hospital del extranjero para que te cuenten allí cómo nos encontramos aquí. Pero me da tanta pereza viajar, que prefiero olvidarme de mi salud y desear a los expertos que los evalúen a todos. No hay nada como una buena evaluación para saber cómo estamos. Es tan objetiva.

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