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Columna
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Monipodios

La propiedad es un robo, pero el robo de la propiedad también es un robo, aunque haya robos y robos, al menos tantos como ladrones, y no se pueda meter todo el botín en el mismo saco. Robin Hood, que robaba a los ricos y lo repartía entre los pobres, no robaba en propiedad, sino que restituía sus propiedades a los pobres expoliados, aunque eso habría que haberlo visto. Quien roba a un ladrón puede tener cien años de perdón, pero lo más probable es que le caigan unos cuantos de cárcel, salvo que tenga un buen abogado, de esos que roban a sus clientes con impunidad y con su consentimiento.

Hasta hace unas décadas existían en los barrios castizos de Madrid auténticas escuelas de delincuentes, con matrícula y clases teóricas y prácticas. Un emérito profesor de carterismo, ya jubilado, le contaba un día al cronista que existían diferentes tipos de alumnos, que había que encarrilar en diferentes ramas. Los ágiles de dedos y de piernas servían para carteristas o trileros, y los sueltos de lengua, con labia y buena facha, eran candidatos a especializarse en el timo y en la estafa. Sólo a los más torpes que no servían para otra cosa se les enseñaba el manejo de la sirla, como instrumento más intimidatorio que otra cosa, pues hasta el más necio de los alumnos de aquellos patios de monipodio sabía que no compensaba acuchillar a un ciudadano para hacerse con un botín de calderilla o una cartera depauperada; no salía a cuenta ni por lo moral ni por el riesgo de lo carcelario de la empresa. El maestro carterista, como todos los jubilados, arremetía contra las nuevas camadas de la delincuencia urbana. El suyo, decía, había dejado de ser un oficio honrado y profesional.

El presunto asesino Arcan, que con su supuesto espeluznante crimen ha multiplicado la paranoia de los habitantes de los chalés, hoy más adosados que nunca, había dicho unos días antes que España era un país demasiado pobre para que mereciese la pena robar en él y que los ricos aquí no guardan el dinero en su casa. Lástima que él fuera el primero en despreciar sus propias enseñanzas, que, sin embargo, ojalá sirvan para disuadir a otros.

Robar a los pobres para hacerse ricos o más ricos no se enseña hoy en las escuelas de la calle, aunque algunos timadores de la vieja escuela hayan conseguido reciclarse como asesores de grandes estafadores y de consolidadas empresas públicas o privadas del sector.

Robar a lo grande y con un riesgo mínimo se sigue enseñando en los buenos colegios y en las más selectas universidades. Para figurar en las listas de los aristócratas de la rapiña, ladrones de guante blanco que casi nunca se manchan las manos, hay que tener al menos una licenciatura, mejor un doctorado y media docena de masters, o un pedigrí impecable entre los pura sangre del dinero.

Las lecciones de prestidigitación de los viejos rateros se han sustituido en la era digital por las herramientas de la informática, aunque sigan siendo imprescindibles los conocimientos de contabilidad y de doble contabilidad, de ingeniería financiera y de fontanería crediticia.

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Las carreras más aconsejables para iniciarse en la élite de la delincuencia mercantil siguen siendo las de Económicas, Empresariales y Derecho, porque siempre hay que saber cuáles son las leyes que se pueden vulnerar y dónde escondieron las trampas los que las redactaron, que algunas veces son los primeros en usarlas.

Hoy es más fácil atracar un banco desde dentro, a ser posible desde su consejo de administración. El propio banco, por su parte, se dedica con todas las de la ley y con todas las de la trampa a las pequeñas artimañas para esquilmar a sus clientes con comisiones sorpresa, porcentajes insólitos, tasas creativas y cobro de cuotas por las molestias que se toman en administrar los caudales ajenos y mantenerlos a buen recaudo y dispuestos para cualquier operación de alta escuela que se les ocurra a sus señoritos.

Lo que se lleva es rapiñar en los recibos de la luz, del gas, de la gasolina o del teléfono, poco, que casi no se nota, pero a muchísimos. De la prestidigitación se ha pasado al malabarismo y al ilusionismo, los millones y los billones giran en el aire vertiginosamente hasta que desaparecen por arte de magia, para reaparecer más tarde en los bolsillos de los artistas y sus patrocinadores.

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