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Columna
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No era Poe

Quiero contar que el otro día estuve en una fiesta. Una de esas fiestas de alcurnia que reúnen y adulteran a la aristocracia del arte con la de las finanzas, que siempre se celebran más al norte y de las que le gustaba frecuentar a Truman Capote. Abría sus puertas con una selecta reunión de despistados la Casa del Libro de Sevilla, émula de sus egregias hermanas en Madrid y Barcelona. Durante unas horas todos pudimos comprobar que el resto de la gente tenía tan pocos motivos para estar allí como nosotros mismos, y consumimos muchas cervezas y pocos canapés entre las novedades editoriales y las colecciones de bolsillo. La decoración, el ambiente mundano, la propia naturaleza del acto nos hicieron olvidar por unos instantes dónde nos hallábamos, y pronto las circunstancias vinieron a recordárnoslo con inoportunos detalles. No es que a mí me guste quejarme de todo, pero a cierta edad uno descubre casi sin querer excesos de maquillaje o lunares falsos en las princesas más delicadas, y aunque se busque con desesperación el entusiasmo, la realidad permite sólo pequeñas dosis. Yo me había paseado en muchas ocasiones por los varios pisos de la Casa del Libro de la Gran Vía, preguntándome hasta cuándo tendríamos que esperar en el Sur para ver más de un millar de libros juntos; por eso asentí en el momento en que, aquella noche, Carmen Calvo brotó por la pantalla habilitada en la planta inferior y se congratuló de que nos halláramos en la mayor librería de Andalucía. Parecía que las cosas iban cambiando: un nuevo universo de lecturas se iba abriendo a los famélicos intelectuales andaluces, una era de alterne entre el capital y la pluma comenzaba a clarear. Pero el destino eligió un extraño signo para desmentirme o hacerme dudar. Buscando los servicios, ascendí las escaleras del edificio y me fui deteniendo en los retratos de escritores repartidos por los rellanos; cada autor contaba bajo las barbas con un fragmento de su obra más significativa, ya fuera poema, novela, ensayo: Homero, Dante, Shakespeare. Junto a E.T.A. Hoffmann alguien había colocado a un señor con bigote al que la cartela confundía con Edgar Allan Poe, pero que seguramente era un pariente joven de Melville o Hawthorne. Como buen amante de Poe que soy, me indigné mucho y lo comenté con los amigos: tardé un rato en entender que en aquella fiesta y aquel mausoleo de la cultura, como en la galería de retratos, no todo era lo que parecía ser. El error en la fotografía se me antojó misteriosamente próximo a la división de la fiesta en fiesta proletaria y sección VIP, que había tomado la azotea; a los balbuceos del discurso del alcalde, que nunca ha contado con el don de la palabra; sobre todo, a la perorata de Antonio Gala por los altavoces y las pantallas, como un Gran Hermano con gomina que volvía a repetir la sarta de topicazos de siempre: Sevilla, los costaleros, la herencia árabe, Machado, los toros. Se habían servido del barniz de cosmopolitismo obligatorio a toda librería para volver a meternos el folleto de turismo. Me entusiasma la apertura de una tienda de libros de tres plantas en Sevilla, pero no de esta manera; porque aquel señor de la escalera no era Edgar Poe: seguro que a los Álvarez Quintero no les roban las caras.

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