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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Más allá del bien y del mal

Daniel Barenboim ha dado, una vez más, la cara. Después del estremecimiento que dejó flotando en Madrid hace un año con Tristán e Isolda, en su segunda visita operística al Real con la Ópera de Berlín vuelve a insistir en Wagner, y además con un título, Los maestros cantores de Nuremberg, que se presta como pocos para destapar el peligroso tarro de las ideologías. Wagner aparca los dioses, la mitología y, en cierto modo, la trascendencia, y sitúa su discurso a ras de tierra, con personajes populares y la defensa a ultranza del arte alemán en primer término. El concepto de lo alemán: he ahí el origen de las discordias.

La última vuelta de tuerca sobre la autenticidad alemana referida a la interpretación wagneriana surgió el pasado verano en Bayreuth, precisamente con Los maestros cantores, después de una dirección de Thielemann elogiada hasta el delirio por su conexión con la gran tradición alemana. La asociación (o el pulso) Thielemann-Barenboim no es inocente. Se ha polemizado en Berlín sobre quién de los dos es más alemán a la hora de acercarse a Wagner. Lo curioso es que, también en Berlín, cuando se planteó la recta final de la sucesión de Abbado al frente de la Filarmónica entre Barenboim y Rattle, se decía que las cartas de Barenboim venían de su mayor afinidad con el repertorio alemán. ¿En qué quedamos? ¿Se ha iniciado una escalada de pureza? O, siendo más cautos, ¿en qué situación se encuentra Barenboim respecto a lo alemán, siendo como es embajador de la música wagneriana por lugares posibles e imposibles? La lectura de Los maestros cantores podía despejar algunas incógnitas. Madrid es, por así decirlo, territorio neutral, con un público lejano a las trifulcas ideológicas y en un teatro de sonoridades limpias. Y además sin la necesidad imperiosa del éxito, ya conseguido con suficiencia el año pasado con Tristán e Isolda.

Los maestros cantores de Nuremberg

Drama musical en tres actos, con libreto y música de Richard Wagner. Compañía de la Deutsche Staatsoper Berlín. Staatskapelle Berlín, Coro de la Deutsche Staatsoper Berlín. Director musical: Daniel Barenboim. Director de escena: Harry Kupfer. Escenógrafo: Hans Schavernoch. Lugar: Teatro Real. Madrid, 22 de junio.

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Barenboim se aproximó a Los maestros desde la serenidad. Tuvo, de alguna manera, la mirada del viejecito reflexivo en una cervecería popular de la película Cabaret, de Fosse, cuando los vientos empiezan a anunciar que se pueden acercar tormentas. No creo que nadie ponga en duda la identificación y el amor que Barenboim profesa a la cultura alemana, aunque, como él mismo ha manifestado, 'si a Alemania se le quita su cultura se vuelve un país infinitamente peligroso'. Volviendo a la dirección musical, hay que insistir en su carácter de objetividad, de una distancia lúcida que no significa indiferencia. Con una orquesta compacta y poderosa en todos los terrenos, Barenboim matiza, explica, ordena o subraya, pero todo ello lo hace desde una perspectiva humanista. Así consigue un maravilloso segundo acto y enfría la tensión a partir del momento de los desfiles gremiales del tercero, en los que el director de escena Harry Kupfer resalta en exceso el aparato circense hasta rozar la banalidad. Es la suya una versión relajada, con una atención repartida preferentemente entre los conflictos individuales y los universales. No tiene la pasión arrolladora con la que deslumbró el año pasado en Tristán, el hipnotismo del descenso a los abismos del amor y la muerte. El compromiso de Barenboim en Los maestros está más pendiente de la racionalidad que de la militancia.

Otro aspecto nada desdeñable de esta historia es la adoración que le profesa el público de Madrid. Barenboim, como Wagner, están en ese sentido incorporados de lleno a la mitomanía, están por encima del bien y del mal. Que esa mitomanía pise tierra y se produzca en un título como Los maestros es tremendamente positivo. La obra es musicalmente excepcional y Barenboim sacude el polvo de sus elementos retóricos y sus discursos cruzados. No fascina, pero convence. La pasión deja su sitio a la sencillez. No es inoportuno en esta ocasión que así sea.

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