_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Perros muertos

Tocar un objeto inanimado puede significar una clamorosa y urgente señal de auxilio, e incluso una súplica de comprensión. Tomemos el caso de una señora mayor que se había convertido en el centro de una discusión familiar. A algunos de los miembros de su familia les parecía recomendable su ingreso en una clínica cercana, donde estaría acompañada y bien cuidada. Ella no aportaba nada a la discusión. Estaba sentada en medio del grupo familiar, acariciando su collar y, con un movimiento de cabeza, concordaba con lo que decían. Luego, tomando en la mano un pequeño pisapapeles de alabastro lo acariciaba, deslizaba la mano por la pana del diván y tocaba la madera trabajada. 'Que decida la familia', decía resignadamente, y con dulzura añadía: 'No quiero ser un problema para nadie'.

La familia no sabía qué decidir y continuaba discutiendo el problema mientras la mujer seguía acariciando todos los objetos que estaban al alcance de su mano. Los acariciaba porque estaba sola, muy sola, y se sentía en peligro. En realidad, estaba pidiendo ayuda. Los objetos de la casa no cobraban vida a pesar de sus caricias, seguían inertes bajo las yemas de sus dedos. Aquel día no se resolvió el problema de la abuela. Pero toda la familia la evocaba acariciando todos los objetos de la casa. Pasando los dedos por los muebles y sacando brillo a los candelabros de plata.

Parecía ser aquél un problema de urgente caricia, de tal forma que la familia convino en hacerle un regalo a la abuela. Hubo alguna discusión sobre si aquello era conveniente, dada su avanzada edad. Al final se impuso la opinión de que mejor era regalarle una mascota que ingresarla en una residencia. Así que, entre diferentes propuestas, ganó la de comprarle a la abuela un cachorrillo de perro. En este caso, se trataba de un cócker. Un pequeño cócker negro que hizo las delicias de la abuela cuando se presentó en su casa. Pronto el perrito, al cual se bautizó como Blaky, se adueñó de todas las habitaciones, y dio buena cuenta de las zapatillas de la abuela despedazando una entera y la mitad de la otra. Así que el primer día la abuela anduvo sin zapatillas. Fue lo primero que aprendió la abuelita: al perrito había que esconderle todos los zapatos, porque si no tendría que ir a la compra sin tacones, como ya le había sucedido más de una vez. De todas formas, a pesar de los orines en el pasillo y las cacas en el recibidor, el pequeño cócker de la abuela colmó toda su necesidad de caricias, dado su carácter juguetón. Y, curiosamente, el carácter de la abuela experimentó una subida de tono vital, un súbito cambio que la animó sobremanera. Ya no estaba sola y tenía alguien a quien cuidar.

El tiempo pasó y el cachorrillo creció inexorablemente. Ahora era un perro cuyo carácter rozaba la locura, pero no por ello menos simpático. La abuela le daba de comer su carne con arroz, y le mimaba sobremanera, como si de un miembro más de la familia se tratase. Le vestía, y el perrito comía en la mesa, y hay que afirmar que, según los que pudieron verle comer, no lo hacía con demasiada mala educación. El único problema era cuando a Blaky se le caía algún trozo de carne en el plato de otro comensal, pues no tenía ningún problema en recuperarlo. Pero, en general, la abuela le había enseñado bien. Además, el perrito tenía la habilidad de pronunciar 'mamá' cuando bostezaba, lo cual hacía que la abuela valorase sus aptitudes para el circo. Blaky era todo un artista.

Con él se solucionó el problema de las caricias de la abuela. Pero pronto llegó el verano y la familia le dijo a la abuela que si querían veranear a gusto, Blaky no podría ir con ellos. La abuela se disgustó mucho, y dijo que no movería un pie de la ciudad sin el perro. La familia trató de tranquilizarla diciéndole que tenían un hotel para Blaky. La abuela quería ver las instalaciones, pero el hijo se disculpó argumentando que estaban lejos. La abuela insistió. No obstante, toda la familia le dijo que sería menos duro para ella no dejar a Blaky en persona. Así que la abuela se despidió de Blaky casi con lágrimas en los ojos. Y durante todo el viaje a la costa, en dirección al ansiado mar, la abuela preguntaba. '¿Qué tal estará Blaky? ¿Seguro que se encontrará bien?'. En vano trataron de convencer a la abuela de que Blaky se encontraba perfectamente. Por la carretera cada vez se veían más perros muertos, a menudo agonizando en el arcén. Y la familia guardaba silencio, mientras la abuela repetía que Blaky era un perro con suerte.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_