Antiglobalización, el ruido y las nueces
Las movilizaciones antiglobalización se han convertido ya en un acompañamiento habitual de las cumbres internacionales. De modo que los retratos de familia de los líderes políticos son, en la prensa, el complemento de las fotos de violencia callejera. Los relatos de los periodistas desplazados a Gotemburgo -último escenario del espectáculo (entendiendo como tal a los eventos que buscan el impacto en la sociedad de la imagen)- dan a entender que la policía contribuyó a la gravedad de los incidentes más que a evitarlos. El uso de armas de fuego testifica una inadecuación total de los métodos policiales a los objetivos. Los dirigentes europeos han coincidido en decir que hay que impedir que se sigan produciendo estas manifestaciones. José María Aznar se ha distinguido por la dureza de sus palabras, amenazando incluso con un cierre de fronteras.
Las acciones violentas son, evidentemente, el elemento más negativo de las movilizaciones antiglobalización. Los que promueven las campañas y las contraconferencias deberían ser capaces de desmarcarse de los que practican la violencia callejera si no quieren que su imagen se empañe y se haga impopular. Hay un prejuicio favorable a estos movimientos críticos en varios sectores de la población. Pero este prejuicio se torcerá rápidamente si se hacen cada vez más agresivos en la calle y la ciudadanía empieza a sentirse atemorizada; además, la imagen agresiva de este movimiento puede crecer muy rápidamente por la actuación de algunos grupos especializados en este tipo de agitaciones y porque los dirigentes políticos parecen los primeros interesados en magnificarla, para de este modo poder descalificar las protestas.
Se equivocan los movimientos antiglobalización cada vez que cruzan el impreciso -pero real- umbral que separa la acción no violenta de la violencia directa. Son conocidos sus argumentos: desde la violencia del sistema hasta la necesidad de hacerse presentes en unos medios de comunicación que les ningunean cuando hablan y sólo se fijan en ellos cuando queman coches o ponen barricadas. Romper las barreras que impiden o dificultan el acceso a la opinión pública requiere mucho esfuerzo, mucha imaginación, mucha tenacidad, pero otorga una credibilidad que nunca les dará la violencia, y menos en movimientos que hacen del pacifismo una de sus banderas.
Pero se equivocan los gobernantes -y algunos ideólogos de cámara- cuando pretenden deslegitimar en su conjunto las protestas antiglobalización por las acciones de unos grupos violentos y condenar cualquier forma de discrepancia respecto del modelo de globalización dominante. El franquismo alineaba a todo lo que se movía en su contra en la conspiración judeomasónica y en el dinero de Moscú, incapaz -porque le iba la existencia- de aceptar o entender que mucha gente no estaba conforme en cómo iban las cosas. Los gobernantes democráticos no pueden lanzar acusaciones sobre financiación internacional de estos movimientos y sobre organizaciones teledirigidas si no lo hacen con transparencia, explicando quién paga y desde dónde se dirige. De momento, en Suecia no parece que se haya encontrado arsenal alguno, ni siquiera de cócteles mólotov. En democracia, las acusaciones se precisan y se demuestran.
Se equivocan los gobernantes si se niegan a entender que estos movimientos antiglobalización encuentran un eco porque, a pesar de sus enormes contradicciones y de sus errores, conectan con un estado de opinión, con una sensibilidad. También allá por la década de 1960 hubo una gran movilización en el mundo entero. También entonces se reaccionó agresivamente contra ella. Pero aquellos movimientos respondían a una realidad: un desajuste entre las aspiraciones crecientes de buena parte de la población y unas sociedades cerradas en unos sistemas de valores añejos. Como consecuencia de aquellas movidas se produjeron cambios profundos, aunque, en parte, no fueron, felizmente, en la dirección que pensábamos los agitadores de entonces.
El modelo de globalización impuesto -criticado incluso por algunos de los economistas más prestigiosos- está provocando crisis sociales profundas en muchos países, una dualidad cada vez más imparable entre beneficiarios y perdedores, muchos temores sobre la sostenibilidad del planeta y otros muchos motivos de preocupación real que afectan a cuestiones todas ellas extremadamente sensibles para la ciudadanía. Sin duda, la gente vive llena de contradicciones: la muy extendida sensibilidad ecológica choca con la imparable compulsión consumista, la preocupación por la pérdida de la cohesión social con el miedo a perder privilegios individualmente. Pero de contradicciones está hecha siempre la vida.
Hay muchas cosas en las que se equivocan los movimientos antiglobalización, empezando por este nombre que es difícil saber hasta qué punto lo han escogido y hasta qué punto se lo ha impuesto la lógica mediática. La globalización no es de por sí ningún mal, depende de cómo se haga y para qué. Sin la globalización, estos mismos movimientos carecerían por completo de eficacia: les sería mucho más difícil manejarse de un país a otro y crecer en muchas partes a la vez. Pero la contestación del modelo de globalización imperante no sólo responde a problemas reales concretos, sino que es imprescindible para que las cosas avancen. Una sociedad sin contestación es una sociedad sin aliento.
Y en este contexto aparece la responsabilidad de la izquierda. Porque parte del éxito de estos movimientos viene de la incapacidad de la izquierda de asumir determinadas preocupaciones de la gente. En Francia, donde estas cosas siempre acostumbran a verse un poco antes, se vio ya en las últimas elecciones municipales. Reaparecía una izquierda social con un significativo peso electoral, que iba bastante más allá de la propia mayoría gubernamental de izquierdas. En la medida en que la izquierda ha abandonado toda idea de alternativa para jugar sólo a la alternancia, quedan muchos cabos sueltos en las preocupaciones sociales que si alguien acierta a tirar de ellos puede acabar componiendo un ovillo importante.
Los gobiernos tienen que garantizar la seguridad callejera. Pero mal vamos si el ruido y la violencia se utilizan como imagen para negar las muchas inquietudes y preocupaciones de unos movimientos que son enormemente contradictorios -¿puede haber algo más reaccionario que José Bové?-, pero que expresan un estado de opinión que tiende a crecer. El que lo dude que se informe, por ejemplo, de la gran cantidad de adhesiones que ha recibido la convocatoria de la conferencia antiglobalización de Barcelona.
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