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Columna
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Tiempo de cerezas

Empecé a escribir este artículo el jueves de madrugada. Con el sol todavía dormido, mi hija se levantó para rebañar unas últimas horas de estudio. Y decidí acompañarla en el desvelo. Se examinaba esta pasada semana de selectividad, como muchos otros jóvenes catalanes (27.642 exactamente). Mientras ella repasaba los misterios de las matemáticas o los principales episodios de la historia contemporánea de España (no por más conocidos menos misteriosos), yo intentaba en vano pergeñar un artículo. Con el corazón en un puño, observé los gestos de inquietud, euforia o desolación que siguieron a la última lectura de los apuntes: moderduras de uña, estrujamientos de cara, rascaduras de brazos, soplidos de alivio, sofocos de vértigo, incesantes cambios de postura, incansable reconstrucción de la cola de caballo. La gran muralla de la selectividad duele a los jóvenes que deben superarla. Y duele a los padres, que sufren los dolores filiales en carne propia. La visión de las angustias o padecimientos de los hijos agudiza en los padres el instinto protector.

El padre desearía llevar todas las cruces del hijo. Ésta es, precisamente, una de las muchas paradojas que, para los ojos contemporáneos, contiene la principal narración evangélica: un padre todopoderoso contemplando, con atronador silencio, divinamente impasible, el calvario de su hijo. Claro está que en la Biblia, espejo de una concepción de la familia en la que los hijos son fuente de riqueza y fruto de semilla, abundan los ejemplos de insensibilidad paternal: sin rechistar obedece Abraham el mandato divino de sacrificar a Isaac, salvado in extremis por un ángel. Existen versiones patrióticas de este episodio bíblico. Gustaban mucho en la España de Franco. Por ejemplo, la de aquel campeón de la Reconquista, Guzmán el Bueno, sometido al chantaje de un jefe moro que amenazaba con asesinar al hijo secuestrado si no entregaba la ciudad. En el dibujo de mi librito escolar, el campeón castellano lanzaba su propio puñal desde lo alto de la muralla mientras el desalmado moro garrafiñaba por el cuello al infante, involuntario promotor de la gallardía del padre (por cierto: son millones los españoles que fueron amamantados con historietas de ese calibre; no estaría de más que reservaran para sus creencias una parte de la desconfianza con que filtran a los nacionalistas confesos). A lo que íbamos: los papás actuales estamos en los antípodas de estos modelos bíblicos. Muy cerca estamos, en cambio, de los delirios proteccionistas que se dan en China. Un amigo, aficionado a la ironía inglesa, habiendo visitado con cierta profundidad aquel gigantesco país, contaba que los chinos, aliviados lentamente de la feroz dictadura del partido único, combaten el síndrome de abstinencia dejándose tiranizar por el hijo único.

Imagino que una correcta educación familiar depende del equilibrado gobierno que los padres hacen de su instinto de protección: ayuda, sí, pero no hasta convertir a los hijos en inválidos; afecto, amparo, socorro, arrimo y sustento, claro está, pero no hasta facilitar la conversión de los hijos en astros que satelizan toda la actividad casera. Conversé el otro día con un viudo solitario. Los domingos come generalmente con una de sus hijas. Frecuentan un restaurante ('horrible: se come fatal'), que paga él. 'Mi hija lo escoge para que los nietos no se aburran: dispone de un jardín, con enanos de piedra y columpios'. Durante estas comidas, no hay manera de hilar una conversación. El niño de cinco años se niega a comer los macarrones que ha escogido y los papás dedican un buen rato a intentar convencerle de lo errónea que es tal decisión: primero separan los macarrones de la carne picada (causa, al parecer, del disgusto) y después desarrollan diversos argumentos dietéticos y morales. El niño sigue frunciendo el ceño y la cosa acaba en pacto: un gran helado a cambio de una pequeña porción de macarrones. Apaciguado el conflicto, mamá sugiere a la niña de siete años, dedicada hasta el momento a chinchar al hermano por lo bajinis, que explique al abuelo lo que ha dicho la profesora de música: 'Que soy la mejor de la clase y que voy a tocar en el concierto de fin de curso'. '¡Fantástico!'. 'Cuéntale que vas a tocar, mi vida'. 'El Plou i fa sol'. '¡No me digas!'. 'Cuéntale con qué vas a tocarla, corazón'. 'Con la flauta dulce'. '¡Con la flauta, vaya por Dios!'. Y la niña, separando las sílabas con retintín, remata: 'Con la flauta no, abuelo, con la flauta dul-ce'.

No hace mucho escribí un papel, aquí mismo, sobre la desaparición de la infancia. Los dictadorzuelos domésticos son otro ejemplo de la confusión de las edades propia de nuestro tiempo: padres hablando a sus hijos con reverencial temor, nietos dictando palabras al abuelo, silabeándolas con displicencia. Aunque sólo sea para mantener formalmente una frontera entre las edades infantil y adulta, me parece necesaria la permanencia de la gran muralla de la selectividad. Al margen de sus muchos errores técnicos (el miope enfoque de las pruebas de lengua catalana y castellana, por ejemplo, fruto de una fijación corporativa que confunde la competencia lingüística con el dominio de una jerga gramatical), la selectividad es una frontera simbólica que separa el cándido mundo de los juegos del áspero mundo del trabajo, una aduana de exámenes que desvincula el país de la dulce irresponsabilidad del país de la ácida responsabilidad. Durante estos tres días de exámenes, en efecto, los hijos se defienden completamente solos: lejos del afecto protector de sus padres y de la favorable compañía de sus tutores académicos, en un puro y significativo anonimato. He ahí el equívoco de las cerezas. Maduran en este mes de junio. Son frutos divertidos, de belleza simpática y cordial. Los niños las comen encantados. Pero su gusto no puede separarse del esfuerzo, la angustia y la soledad de los exámenes. Mi hija conoce ya la ambigüedad de las cerezas. Un sabor ácido como los exámenes y dulce como el verano que inauguran.

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