Entre el 0,7% y el 99,3%
Más de dos millones de ciudadanos están asociados en entidades cívicas, sociales o solidarias, y casi un millón de personas desenpeñan algún tipo de actividad de carácter voluntario en dichas organizaciones. Si a esto añadimos el aumento espectacular en los últimos diez años del número de ONG y su evidente notoriedad mediática y cultural podríamos tener la tentación de considerar estos crecimientos -singulares en el contexto europeo- como los indicadores absolutos de nuestra salud solidaria.
Pero hay otros datos que nos alertan sobre algunas contradicciones y debilidades de lo que algunos medios han bautizado como el 'fenómeno de las ONG o de la solidaridad'. Como, por ejemplo, la dependencia excesiva de la financiación pública, lo que hace pensar en cuál es el grado de independencia de criterios respecto al poder político. Independencia que se ve amenazada o extorsionada con políticas como las del Gobierno del PP, cuando utiliza los fondos públicos -de la cooperación, por ejemplo- para intentar someter al control político, o a sus directrices, a los interlocutores de las ONG más activas y comprometidas.
También la acusada sectorialización de sus actividades va acompañada, demasiadas veces, de una falta de análisis global sobre las causas -siempre políticas- de los problemas a los que se enfrentan y de una preocupante dificultad para sumar esfuerzos en coordinadoras, plataformas o espacios comunes, aunque últimamente las campañas internacionales sobre las minas antipersona, la abolición de la deuda o la transparencia en el comercio de armas han generado una cultura cooperativa potente y con capacidad de éxito liderada por las organizaciones más serias y más fuertes del sector.
Si a esto añadimos que el mayor esfuerzo de las organizaciones radica en actividades sociales de carácter paliativo, raramente preventivas y difícilmente transformadoras, es lícito pensar que quizás vamos tapando -en silencio y desde la subsidiariedad acrítica- los agujeros abiertos que nuestro sistema necesita para seguir funcionando sin cuestionarse los costes ni sociales, ni medioambientales, ni de ningún tipo. Y que podemos ayudarle, involuntariamente, incorporando a su discurso las bondades de lo privado y no gubernamental, a privatizar esferas fundamentales que corresponden a la responsabilidad del Estado para con sus ciudadanos. O sea, a reemplazar salarios por voluntarios, o políticas públicas por solidaridades individuales.
Y debemos escoger entre sólo tapar agujeros o abrir caminos también. Hay un enorme potencial de influencia a través de la movilización y la denuncia. Demasiadas veces, las emotivas llamadas al 'hay que hacer algo, lo que sea', que se combinan con las imágenes terribles de la tragedia del día o del mes, llevan a políticas de gestos que no contribuyen a las soluciones, o que las complican. Canalizar la emoción en opinión y ésta en acción política y social es tan importante como hacer llegar el resultado de la acción humanitaria o solidaria. Debemos profundizar más en este rol fundamental: crear conciencia política, que no necesariamente partidaria, haciendo propuestas públicas y de interés colectivo para influir y condicionar el 99,3% de la actividad económica más allá del incumplido objetivo internacional de destinar el 0,7% del PIB a la cooperación internacional y a la lucha contra la pobreza.
Y esta capacidad de influencia, de cambio, de transformación, sólo será posible si articulamos mejor nuestros esfuerzos e iniciativas. Quizás es hora ya de abrir caminos y de frenar el supuesto antagonismo de lo solidario versus lo político. A los que desde el movimiento asociativo se reclaman progresistas y aspiran a nuevas justicias sociales a través de la transformación de la realidad global hay que recordarles que es desde la política y desde sus estructuras de representación y de participación desde donde articulamos todo lo público y bastante de lo privado. Y que la política democrática no puede ser ni olvidada ni obviada. A riesgo de lo peor. Y que la globalización sin control político nos aboca a profundizar el abismo en el que ya están casi tres cuartas partes de la humanidad.
Porque la denuncia imprescindible no es suficiente si queremos avanzar en el objetivo de fondo. Que no puede ser otro que el de cuestionar lo político y lo económico con una nueva lógica ecológica internacionalista, que, sumada a otras rebeldías a favor de la solidaridad y las libertades, deben constituirse en una energía capaz de modificar políticas concretas. Superemos las visiones parciales que nos sectorializan para redescubrirnos en un creativo y complementario nosotros, de ciudadanos y ciudadanas activos, conscientes de sus posibilidades, con una visión de conjunto desde la autonomía. Nada está separado. Todo es política. Y quien nos quiere especializados, o 'apolíticos', nos quiere divididos o acomodados.
José María Mendiluce es eurodiputado y escritor.
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