¿La Bolsa o el empleo?
La reciente oleada de anuncios de planes de despido ha provocado en Francia indignación e incomprensión. Una explicación inadecuada ha intentado englobar estas reacciones legítimas. Se ha citado a los culpables habituales: la Bolsa, los accionistas, los errores de gestión, el cinismo de los jefes de empresa, etcétera, sin orden ni concierto. Pero las situaciones a las que se han aplicado estos discursos son muy heterogéneas. ¿Qué hacer si los franceses, en particular, y los europeos, en general, no quieren cambiar tan a menudo de teléfono móvil como preveían los fabricantes? ¿Qué hacer si unas empresas descubren que su inversión ya no es rentable? ¿Hay que prohibir los despidos y, para ser coherentes, establecer una ley que prohíba el cierre de empresas? No es inconcebible, pero para ello habría que cambiar de sistema económico. Ahora bien, desde hace dos décadas vivimos una transición de la economía mixta hacia la economía de mercado, como lo demuestra la práctica desaparición del primer concepto de todos los discursos.
El gran tema de las dos últimas décadas ha sido la rehabilitación política del beneficio y de la esfera del mercado. Por el momento, Europa ha adoptado una 'Constitución liberal' y ha encomendado la mayor parte del poder económico a dos instituciones independientes, el Banco Central Europeo y la Dirección de la Competencia de la Comisión Europea. Las políticas públicas no pueden estimular a las empresas a ser más competitivas y al mismo tiempo prohibirles que se adapten a los cambios del entorno. Tampoco se puede fingir de pronto que se descubre lo violento que es un plan de despido, tras haber convertido el incremento del paro en el principal instrumento de las políticas económicas. También se finge descubrir la gran fragilidad de los despedidos, cuando es sabido que es esta fragilidad la que, al modificar las relaciones de fuerza entre trabajadores y patronos, ha provocado la moderación salarial, que hoy se quiere erigir en principio intangible de una gestión sana.
En resumen, en los planes de despido hay una parte de responsabilidad pública de la que los Gobiernos no pueden librarse tan fácilmente. Para pasar de un régimen a otro, de una economía mixta dominada por la esfera pública a una economía de mercado dominada por los intereses privados -en especial los de quienes poseen el capital financiero-, era necesario llevar a cabo una revolución.
Había que ofrecer un beneficio más elevado a los ahorradores, lo cual tenía, además, la gran ventaja de reducir la inflación. Es lo que ocurrió a principios de los años ochenta (bajo el liderazgo de los países anglosajones) en la práctica totalidad de los países del planeta.
Desde entonces, los acreedores viven un periodo fasto: unos tipos de interés real a corto y largo plazo cercanos al 4%, dependiendo de las fluctuaciones coyunturales. Algunos países lo hicieron 'mejor' que otros al ofrecer unos beneficios más elevados todavía, en particular Francia, hasta 1995. La cantidad de planes de despido inducidos por esta evolución es considerable. Para que la actividad empresarial merezca continuar es necesario que el capital colocado en la empresa tenga al menos una rentabilidad superior a la de una inversión financiera sin riesgo. Y el único modo de lograrlo para unas empresas acostumbradas a unos tipos nulos o negativos en los años setenta es reestructurarse y reducir costes, en especial el salarial. Evidentemente, los planes de despido forman parte de esta adaptación.
Así pues, el hecho de que una empresa obtenga beneficios nada nos dice sobre su rentabilidad y sus probabilidades de supervivencia. Lo que importa, como ha vuelto a demostrar el asunto Danone, es la diferencia entre la rentabilidad del capital en la empresa y el tipo de interés. Si la primera es inferior al segundo, la empresa debe proceder a la adaptación de los costes y/o a reestructuraciones, so pena de ver hundirse la cotización de sus acciones y ser presa fácil de una OPA (oferta pública de adquisición).
El plan de despido que se derivaría de ello sería mucho más radical que el previsto inicialmente. La Bolsa se limita a registrar en el valor de las acciones las consecuencias del aumento de los futuros beneficios debidos a la reducción de los costes: la valoración bursátil de la empresa se incrementa si la reestructuración lleva a anticipar un aumento de los dividendos. La Bolsa es agnóstica; aumenta cuando la rentabilidad de las empresas aumenta, sea cual sea la causa: un plan de despido o, por el contrario, un aumento de la plantilla a consecuencia de una mejora de las perspectivas de crecimiento.
Se entiende mejor, pues, por qué la responsabilidad está compartida entre el empresario, cuya calidad de la gestión determina el rendimiento del capital, y los poderes públicos, que influyen en la evolución de los tipos de interés. Un aumento de los tipos de interés es, en cierto modo, una llamada al despido, ya que reduce la rentabilidad de las empresas. Incluso cuando dicho aumento está justificado, como señala Paul Krugman, 'el panorama sigue siendo francamente desalentador: cuando la Reserva Federal de EE UU , significa literalmente que un grupo de personas acomodadas, vestidas con traje y corbata, actúan de forma deliberada para limitar las perspectivas de empleo de algunos de sus conciudadanos más modestos'.
Pero, desde hace unos años, las cosas han empeorado. El nivel anormalmente alto de los tipos de interés durante casi 20 años es un fenómeno singular en la historia del capitalismo occidental. Ha modificado las relaciones de fuerza entre los que poseen el capital financiero y las empresas. Así, no resulta sorprendente que a esta fase le haya sucedido un periodo en el que, a pesar de la caída de los tipos, que debería haber provocado un descenso deseable de los beneficios, los especuladores han reclamado unas exigencias exorbitantes de rentabilidad de sus fondos propios: se habla habitualmente de entre un 10% y un 15%. Pero esta exigencia es imposible de satisfacer de forma permanente, salvo que se caiga en lo absurdo; a saber, un hundimiento de las cotizaciones bursátiles.
Es un modelo bien conocido de las ciencias de la naturaleza: si los predadores se pasan a la hora de cazar corren a, su vez, el riesgo de morir de inanición, ya que el número de presas deja de ser suficiente para garantizar su supervivencia. Pero, a corto plazo, los intentos de los empresarios de satisfacer las exigencias de los accionistas se saldan en más despidos o en mayores inversiones de riesgo que incrementan la probabilidad de futuros planes de despido.
Para reducir la frecuencia de los planes sociales habría que realizar grandes esfuerzos de pedagogía entre los ahorradores, en vez de prometerles milagros: el valor de una acción no puede incrementarse de forma duradera con más rapidez que el mercado de la empresa; dicho de otro modo, unas exigencias de rendimiento demasiado elevadas respecto al crecimiento de los mercados tienen grandes posibilidades de desembocar en pérdidas de capital.
Por último, hay al menos dos razones por las cuales los planes de despido parecen hoy más inaceptables que ayer.
En primer lugar, la vuelta del crecimiento y el descenso del paro incrementan la capacidad de negociación de los trabajadores y fortalecen su determinación. En segundo lugar, y tal vez bajo el efecto de los excesos de la nueva economía, la gente ha comprendido que la calidad de los 'recursos humanos' desempeña un papel determinante en la cotización bursátil de las empresas.
Por lo tanto, ¿en nombre de qué lógica se excluye al 'capital humano' de la gestión de la empresa? Los que poseen el capital financiero corren el riesgo de perder su apuesta y, por este motivo, su participación es legítima. Pero como los trabajadores se arriesgan, además, a perder su futuro, no se comprendería que su participación en las decisiones no se organizara de un modo estructurado: todas las formas de capital deben influir en el destino de la empresa.
Jean Paul Fitoussi es economista francés.
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