El trabajador-actor
En el capitalismo de producción los trabajadores eran proletarios. En el capitalismo de consumo los trabajadores fueron, sobre todo, empleados. En el actual capitalismo de ficción, los trabajadores son, por fin, actores. No todos efectivamente desarrollan funciones de actores; siguen existiendo proletarios y empleados; incluso coexisten las figuras de los esclavos, emigrantes con los que se trafica en la prostitución o en trabajos forzados. No todos los trabajadores actuales son actores pero el modelo al que tiende el sistema es la ficción y la condición del trabajador se perfila como la de un personaje encuadrado dentro del mundo general de la escena.
En el capitalismo de producción las mercancías eran materiales, tangibles, pesadas. Las mercancías en el capitalismo de ficción -o en la sociedad de la información- son ideas, gesticulaciones, estilos. Todos ellos correspondientes a la calidad propia de los actores antes que la de operarios. Ahora se trabaja preferentemente con la fina tecnología del concepto y menos con el poder de las máquinas. A cargo de esa nueva producción sutil deben hallarse mentalidades flexibles, imaginativas, capaces de jugar con la creación. Jeremy Rifkin en La era del acceso llama la atención sobre la abundancia de una nueva bibliografía empresarial en cuyos títulos aparece la palabra teatro. Llegará un día, se dice, en que todas las empresas operarán como la industria de Hollywood: convocarán un casting para seleccionar a su personal, combinarán como en una producción cinematográfica las especialidades creativas, jugarán extraodinariamente con la imagen y la imaginación.
Ya hoy en las empresas de servicios -y casi todo es ahora servicios- se promueve una organización donde cada uno de los trabajadores tiene asignada una función individual, responde con su capacidad de iniciativa, se le juzga por objetivos individualizados, se le controla particularmente, se le retribuye con asignaciones relacionadas con su rendimiento singular, se le premia con bonos o suplementos personalizados, se le despide o se le mantiene en el puesto por razones que no se aplican en general. La individuación progresiva del empleado va convirtiéndolo gradualmente al modelo diferencial de un actor. Él parece ser el responsable único de los resultados que se le exigen y no puede hallar pretextos en el sistema ni en otra regla que no sea la interpretación de su papel.
El trabajador-actor está solo ante la empresa. Parece más de lo que fue porque no encuentra razón para sentirse uncido a un trabajo en serie y las apariencias indican que la intensidad del trabajo no le coarta como una norma sino que procede de su voluntad de realización. El trabajador-actor es, simuladamente, ese personaje creador que había soñado Marx para el momento del paraíso obrero. El sistema ahora no parece imponerse, hace como si diera a elegir; no ordena ideológicamente, solicita ideas.
En el nuevo mundo de la producción todo ocurre como si y a la manera de las representaciones teatrales. El modelo dramatúrgico, explica Isaac Joseph (Erving Goffman y la microsociología. Gedisa), es pertinente para el análisis de gran número de situaciones sociales y roles profesionales, especialmente para aquéllos que se ejercen como oficios de lo público. Pero hoy, crecientemente, todos los oficios tienden a referirse a esa escena pública en la que se representa el mundo de la distracción, del entretenimiento, del suceso mediático, de la seducción publicitaria, de las imágenes de ficción en las que se ha resuelto el grueso de la producción capitalista. ¿El trabajo? El nuevo arquetipo trabajador que procede de Silicon Valley, Múnich o las tecnópolis en torno a Osaka y París no distingue categóricamente entre el trabajo y el ocio, entre los tiempos de productor y de consumidor, entre la alienación y la diversión. En toda esa escena continua, global y atemporal, el sujeto es constantemente un actor. No el actor amo de su acción sino el personaje incesante, una persona que ha desaparecido incluso para sí.
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