Los reales sentimientos
Por primera vez el articulista recurre al servicio de documentación. El servicio de documentación, en esta oportunidad, se encuentra en el saloncito de casa en forma de esposa informada.
-¿Qué sabemos de la novia del Príncipe?
Y es que a veces conviene documentarse con minuciosidad y no ponerse a escribir sin ton ni son. Le cuentan que la presunta novia es noruega, que es modelo. Bien. Todos estamos pensando ya en una rubia (por lo de noruega) e imponente (por lo de modelo). El servicio de documentación no dispone en estos momentos de material gráfico, pero tampoco importa: basta para hacerse una idea.
El que escribe se enteró de la novia del Príncipe en conversaciones livianas, absolutamente tangentes. Todo el mundo hablaba de los legítimos derechos de don Felipe: derecho a escoger esposa con absoluta libertad y sin condicionamientos de ningún tipo. En eso estamos de acuerdo: un príncipe, como todo el mundo, tiene derecho a casarse con quien quiera. Saludamos tan alta liberalidad. Y ello al margen de las sutilezas del idioma: ¿Casarse con quien quiera es casarse con cualquiera? Sólo en cierto sentido. 'Cualquiera' suena mal.
El Príncipe tiene derecho a casarse con una inmigrante, o con una presidiaria, o con una drogadicta. También puede casarse, claro, con una modelo de Noruega. Aunque ya es casualidad.
Las cosas de la Familia Real no inquietan en exceso a rojos, republicanos y separatistas. Pero aún así sorprende el brioso discurso que se teje en torno al amor cada vez que afecta a personas de alta alcurnia. El amor puede y debe superar toda clase de barreras, derribar los muros, saltarse los reglamentos, pulverizar las convenciones sociales. Todos estamos de acuerdo en eso. Todo el mundo debe casarse con quien quiera. El Príncipe tiene perfecto derecho a casarse con una interina del Ministerio de Obras Públicas, con una vendedera del cupón de la ONCE, con una sexagenaria o con la heredera de una explotación avícola en Zamora. Yo creo que el Príncipe tiene derecho a casarse con una inmigrante ilegal de Ecuador o Mozambique, o con una presidiaria, o con una drogadicta. El Príncipe tiene derecho a casarse con quien quiera porque ése es un derecho que le asiste como a todo ser humano, como a una de tantas personas que aspiran a su felicidad personal. Podría casarse con una inválida de Ponferrada, con la camarera de una taberna de Carabanchel, con una auxiliar de clínica o con una empleada de correos. Podría tener a bien emparentar con la gruesa cocinera de una casa de comidas o podría matrimoniar con la hija de un taxista, o con la nieta de un montador de calefacción, o con la cuñada de un peón caminero de Albacete. En efecto, el amor lo puede todo.
También puede casarse, claro, con una modelo de Noruega. Aunque ya es casualidad.
Yo creo que su libertad debe ser total y absoluta. Es más, creo que sus derechos se extienden a otros ámbitos. El Príncipe tiene perfecto derecho a escoger el trabajo que quiera: guarda jurado, empleado de un almacén de baterías, informático ayudante, becario en una universidad, barrendero nocturno. El Príncipe debería disfrutar de esa misma libertad que nosotros disfrutamos a la hora de escoger nuestro trabajo: cobrador de aparcamiento público, portero de finca urbana, cargador de piezas de carne de vacuno o soldador de primera en un astillero sin cartera de pedidos. Lo que quiera, vaya.
La vigorosa defensa de la libertad, cuando se habla de los reales sentimientos, debe ser absoluta. Ya que las personas reales, en su llaneza, pueden aceptar un destino tan humano, tan sencillo como el nuestro. Y aún más en el decisivo ámbito del amor, donde la libertad de elección es norte mayor que todos hemos observado, observamos y observaremos en nuestra vasta aventura sentimental sobre el planeta.
De hecho, un amigo mío rechazó a una modelo noruega en su tardía adolescencia. Y cuando le ofrecieron la Corona hizo lo mismo. Los humanos somos así: sencillos. Como los príncipes.
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