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Columna
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La patria valenciana

La mar de las veces, las grandes palabras como patria, identidad, pueblo o nación, se cargan de poesía, de música wagneriana, de sones de dulzaina o chistu, de compases de zarzuela o gaita, y acaban por aburrir o hastiar. Los símbolos y banderas, en demasía, suelen producir el mismo efecto. Y es que la realidad, de su natural, es prosaica y se mueve con pasaportes y documentos de identidad que son administración y burocracia.

La patria, por ejemplo, en las no tan lejanas décadas hitlerianas o franquistas, era una palabra gruesa cargada de historia, de conquistadores y rutas imperiales que cruzaban el Atlántico aquí o conducían la expansión hacia el Este desde Centroeuropa; era la patria de la unidad de destino en lo universal o de la pureza aria; una patria con muchos uniformes, con mucha concentración paramilitar y muchas banderas con un solo color nacionalista: el color de la intolerancia, tan correctamente descrito por Noah Gordon en su novela El último judío. Esa patria del horror echó mano a la poesía, a la primavera, a los amaneceres, a las montañas nevadas, pero sembró la indignidad humana desde Moscú hasta Gibraltar: fueron millones de víctimas, antipatrias, rojos, masones, gitanos y maricones. Palabras gruesas que llevaron el horror a muchos Yonah Ben Helkias Toledanos con prepucio y sin prepucio.

A otro tipo de patria, más noble con toda seguridad, la cantaban los poetas sociales de mediados del XX. Era la patria del cincel y de la maza, del firme y resistente yunque, del arado, de la cadena de montaje, del olivo retorcido del aparcero, del rosario de cuentas del emigrante y de la pizarra del maestro rural que nos enseñó las primeras letras. La poesía del trabajo, el sudor y la justicia social, muy linda, muy real, muy solidaria y sugerente de imágenes que nos eran inmediatas. Esa patria social no le exigía pasaporte a nadie; era la patria del borrón y cuenta nueva en cuestiones de historia; una patria de grandes palabras que, en la Europa Occidental y aquí también, se disolvieron, como azucarillo en agua, cuando llegaron las vacaciones pagadas y el seguro de desempleo.

Palabras erráticas y palabras envueltas en sentimientos nobles que nos conducen al desprecio o la indiferencia. Y palabras también que convierten los tantos por ciento de ciertas encuestas prosaicas en música melodiosa y agradable. Así son las encuestas y los arábigos del estudio sociológico en torno a los valencianos, sus valores y sus identidades, llevado a cabo por los universitarios Antonio Ariño y Manuel García Ferrando. Ariño y Ferrando nos reconcilian con nosotros mismos, y nos advierten de forma indirecta sobre lo banal de las grandes palabras. La identidad valenciana existe, constatan los profesores, aritmética de las encuestas en mano; una identidad con dos caras no excluyentes sino integradoras: la de aquí y la que nos une con el resto del mundo hispano. Y esa es la realidad y la evidencia por mucho que sufran las grandes palabras. Una identidad unida, señala el estudio sociológico, a una preocupación creciente por la calidad de vida y por el medio ambiente, a una apuesta por la tolerancia y la pluralidad cultural, por el conservacionismo en materia de tradición, y por el respaldo a la democracia. No carecen de música los números de Ariño y Ferrando. Y no estaría mal situado el País Valenciano de mañana, en el concierto de los pueblos, con esas señas de identidad.

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