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Tribuna
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Muerte de un centenario: el intelectual

La palabra intelectual data de 1898, cuando el affaire Dreyfuss. Hasta entonces, no era más que un calificativo (aunque ya en 1822 el filósofo Saint Simon aventuró el sustantivo). Nacido del encuentro de la rotativa y el ferrocarril, esta criatura típicamente parisina es algo más vieja que la Torre Eiffel. No hay ninguna razón, pues, para llevar luto por el fin de un intervencionista centenario. El intelectual original, el de 1900, por ejemplo Emile Zola, asentaba su reputación en cursos magistrales en la Universidad o en una serie de opus magnum, en la biblioteca. Esta figura ha terminado siendo, en el 2001, el intelectual en fase terminal, fotogénico y telegénico.

Si traducimos 'grandeza y decadencia del intelectual' por 'ascenso y caída de un sistema técnico', podemos pensar con más serenidad sobre el tema. A lo largo del último siglo, han cambiado las condiciones técnicas de la circulación de las ideas, y éstas han cambiado al intelectual. Ya hacia 1970, sobre todo en los comités de apoyo a los candidatos a la presidencia de la República, la 'videoesfera' hizo pasar a primer plano a la gente del mundo de la imagen, más popular y mediáticamente legítima que la del mundo del libro. Los 'nuevos intelectuales', los cineastas, los viejos cantantes y los actores de edad madura, robaron así el protagonismo a los héroes de la antigua 'grafoesfera', basada en la imprenta.

Al final del periodo de los 'Treinta gloriosos' (1945-1975), Europa asiste a la irrupción de los supermercados en el mundo del pequeño comercio intelectual. O lo que es lo mismo, a la apropiación abierta de lo 'cultural' por el marketing y la publicidad. Los semanarios se convierten en news magazines. La Universidad hincha sus efectivos y revienta bajo la presión. Las humanidades (latín, griego, lenguas, historia) pasan a ser marginales. El libro es desplazado poco a poco por otros vectores de difusión (periódicos, radios, televisión, fotos, películas). Expansión del público, disminución de la vigencia. El palmarés de los best-sellers y los índices de audiencia hacen su entrada a cielo abierto en el mundo de las ideas. Un medio docto, hasta entonces autónomo, se ve ligado a las expectativas del gran público de consumidores culturales. ¿Problemas de intendencia? En la vida del espíritu, como en la otra, la intendencia no sigue, precede.

¿Cómo definir la categoría intelectual? Es cierto que tiene contornos imprecisos, pero también una identidad reconocible. Llamemos 'intelectual' profesional al hombre que actúa sobre el hombre a través de símbolos (imágenes, palabras, sonidos) y no por imposición. Y lo hace fuera de los recintos institucionales (enseñanza, Parlamento, clero, Academias...). El acceso a los medios de difusión de masas distingue entre la 'baja' y la 'alta intelectualidad'. Partamos de las viejas oposiciones históricas. En el primer Renacimiento medieval se distinguía entre el clero secular que enseña (en la ciudad) y el monje regular que reza retirado (en el campo o en su monasterio). El hombre que habla al hombre se opone al hombre que habla a Dios. El intelectual desciende del primero. Se distingue del escritor o del latinista porque tiene como razón de ser, o papel principal, actuar sobre la opinión de su tiempo. Es este proyecto de influencia lo que distingue al intelectual del pensador o del filósofo (el que intenta gobernarse a sí mismo por la razón) y del sabio (el que busca la verdad en las cosas).

Aquéllos a los que el siglo XX ha rebautizado como 'intelectuales' eran en la Ilustración los filósofos, y en el XVIII, los hombres de letras. Ocuparon entonces una plaza vacante, la de la representación del pueblo (al fallar los intermediarios de la opinión: los Estados generales y Parlamentos). Y estos portavoces suplentes aprovecharon la expansión de la circulación de obras impresas. Hacer popular a la Razón, según el proyecto de la Ilustración, quería decir: abrir el alfabeto al mayor número de personas, hacer escuelas y diseminar los libros. Así se construyeron las pasarelas entre el Saber y la Opinión. Entre las grandes cabezas y la gente corriente. Republicano o de tendencia socialista, el partidario de Dreyfuss de 1900 se hizo profesor de cursos nocturnos o director de gacetillas populares. Más tarde, las gacetas austeras de la edad industrial dieron paso a las cuatricromías posindustriales. El periodista intermitente se convirtió en un profesional de la agit-prop mediática. Lógico. Si la misión primera del intelectual francés, el sembrador de chispas, instalado en París con los mismos atributos que la Ciudad de la Luz, es 'sacudir sobre el mundo el inagotable puñado de verdades' (Hugo), si su primer deber es desvelar la verdad, darla a conocer, es el segundo, corolario del primero. El intelectual francés es un relaciones públicas nato. Publicar es su destino, y no tiene nada de extraño que evolucione a superperiodista. Salvo que la 'publicidad' no tiene el mismo contenido en el siglo XXI que en el XVIII. El ágora electrónica ya no funciona con el logos, sino con el pathos; no con el argumento discursivo, sino con la imagen sorprendente. El intelectual influyente se transforma entonces en traficante de emociones y de buenos sentimientos. 'Lo que es simple es falso. Lo que no lo es, es inutilizable', señalaba Valéry. Y los media de imagen son aún más propensos a simplificar que los impresos. Los vectores de la influencia broadcast se confunden con los valores de la racionalidad. El régimen news, on line, publicidad, sondeos, etcétera, nos hace vivir en la celeridad, de forma que, para conservar su utilidad social, el esclarecedor público, deberá simplificar y abreviar cada vez más. Eliminando el matiz y la complejidad. Rompiendo con las reglas de su trabajo.

Si hacemos un breve cuadro clínico del intelectual terminal como ideal-tipo, cinco rasgos de esta mentalidad colectiva, local pero con posibles repercusiones en la aldea global, parecen dignos de mención: el autismo colectivo, la irrealización grandilocuente, el narcisismo moral, la imprevisión crónica y la instantaneidad. Son síntomas folclóricos si se quiere, pero propios de un nuevo medio técnico-industrial, fast food y fast-thinking, la 'sociedad tardanza-cero'. La instantaneidad refleja el ascenso de lo inmediato, lo sagrado del instante, el just on time de las sociedades de flujo y no de stock. Lo que se publicaba, hace cincuenta años, en una revista, se publica hoy en el periódico; los semanarios sustituyen a las publicaciones mensuales, y nuestras publicaciones mensuales se convierten en libros (los números especiales). Consecuencias: las controversias de ideas que se prolongaban a lo largo de uno o dos años, cuando el libro respondía al libro, han dado lugar a las polémicas de una semana, en la que el artículo responde al artículo. Somos mucho más nómadas, pero sufrimos de actuo-centrismo, que es el egocentrismo de la urgencia (y no del lugar de residencia). Para sobrevivir necesitamos el beat de la época, reaccionar al minuto ante cualquier cosa que pueda convertirse en noticia. Hay un síntoma literario de esta contracción de la vigencia: el diario íntimo en tiempo real. Publicar en enero los encuentros y las ideas que uno ha tenido en diciembre.

El historiador Pierre Nora ha hecho una esclarecedora observación sobre Chateaubriand, en quien ve la primera encarnación del intelectual en sentido contemporáneo: el que mezcla deliberadamente literatura y política. El intelectual se afirma en la Francia del siglo XIX, dice Nora, como príncipe social activo a medida que declina el papel de la aristocracia, 'como si el mundo intelectual tomara de algún modo el relevo del mundo aristocrático'. ¿No guerrean los gentilhombres de la sociedad de opinión como lo hacían los nobles en el feudalismo?

La ecuación es falsa. Nosotros libramos batallas mediante peticiones y manifiestos. Nos ponemos en campaña, en emboscada. Es la guerra del gusto y la guerra de las ideas. La única hoy autorizada. La guerra espiritual provoca menos muertos que la otra, pero es que la otra nos está prohibida. Se hace lo que se puede con los medios disponibles.

En la 'democracia de opinión', que escapa de hecho a las tres reglas fundamentales de la democracia -la transparencia, la elección y el rendir cuentas-, el aristócrata de las redes de información no genera 'la información', rebota sobre ella. Tiene la mejor parte el comentario, no la investigación. Privilegio máximo, servicio mínimo. La retribución simbólica sin la contribución práctica. Se pasa, pues, de la nobleza democrática (la de la intelligentsia dreyfussiana) a la aristocracia de las denominadas sociedades de información.

Desgraciadamente, para el intelectual superpolitizado, no son las guerras de ideas las que transforman nuestro mundo, las que 'cambian la vida', las que lo hacen son las guerras de normas, de estándares, de patentes. Y en ellas, el supuesto heredero de Voltaire y de Zola es 'irrelevante'. La globalización neoliberal merece, sin duda, ser combatida, pero quien no se remonta a las tecnologías, que constituyen sus cimientos, corre el riesgo de hablar al vacío o de ceder al wishful thinking.

Nuestra aristocracia liberal se encuentra situada ante un mundo para el que no la ha preparado su bagaje histórico -maniqueísmo, moralismo y posición judicial-. En la esfera ideológico-política no se necesita una competencia especial, pero nuestra región, la singularidad del tiempo, se ha desplazado hacia lo cognitivo y la técnica. Ahora, el retórico gentilhombre ha dejado de ocuparse de la influencia de las técnicas y de los nuevos saberes, tampoco de los nuevos materiales. Reciclando, a partir del 2000, los éxitos del repertorio de 1920, ya no descubre, 'arregla'. Fijándose demasiado en lo que viene (y que no vemos venir), deja de tener ojo para lo que va: la bomba, la píldora, la televisión, el automóvil, el microprocesador, el avión gigante, el portátil, el reactor, el genoma patentado, las telecomunicaciones, la fotocopiadora. Nada de todo esto está sujeto al Bien / Mal, Progresista / Conservador, liberal / autoritario. Estos encasillamientos ya no funcionan. De forma que la inteligencia de nuestro mundo ya no está en los intelectuales generalistas, y el trabajo y el pensamiento se hacen antes (en los laboratorios, firmas y agencias), no después, en la retórica. El 'intelectual' es una figura en vías de externalización (algo así como el potencial documental que escapa a la simple biblioteca).

El intelectual original de 1900 anticipaba su siglo, con sus grandes guerras de mitos y de ideas, sus internacionales políticas, la ascensión de las masas a sujeto de la historia. Hay motivos para temer que el intelectual terminal de los 2000 vuelva la espalda al futuro y siga removiendo cada semana su pequeña olla de ismos (socialismo y anti-, soberanismo y anti-, liberalismo y anti-...), en un mundo donde las ica llevan la voz cantante (informática, robótica, optrónica, bioética). El universo de los ismos tiene la ventaja sobre el de las ica de que se puede decir lo que sea con total impunidad, mientras que en el segundo cuesta mucho más. Pero deja de estar en el centro del sistema de mediación necesario en nuestras sociedades para hacer frente a las evoluciones científicas, técnicas o industriales que cambian la faz del mundo y la vida de los hombres. Sería imprudente esperar de los intelectuales más reconocidos algún elemento de respuesta a la pregunta de la que depende el resultado de este siglo: '¿Es posible o no una política de la técnica?'.

En el plano moral, quizá convendría ahora olvidarse de 'los' intelectuales para actuar mejor como 'intelectual'. Es una modalidad de la acción cívica que no está reservada a una categoría autodesignada, la de los encargados de la Verdad y la Justicia. A veces ocurre que un general del ejército se porta como un intelectual cuando, por ejemplo, condena la tortura durante la guerra de Argelia. Cuando un creyente se rebela contra su iglesia, un judío contra el Gobierno de Israel o un palestino contra la Autoridad Palestina, así como un agricultor contra el gran sindicato de campesinos, se portan también como intelectuales en el mejor sentido de la palabra (ese que se pierde en nuestra intelligentsia local). No hay intelectuales vitalicios, sería demasiado cómodo e insostenible. Como tampoco hay héroes titulares, sólo hay actos heroicos. Dar pruebas de intelectualidad es romper la adherencia al medio en que se vive y disentir de la propia sociedad, del propio gobierno, de lo que se es responsable, y no de enemigos lejanos de los que ya se encarga la propaganda oficial y contra los que no se puede hacer gran cosa.

¿Habrá mañana un intelectual digital como hubo en tiempos un intelectual tipográfico y, en las tres décadas últimas, uno audiovisual? ¿Cómo imaginárnoslo? Estará, sin duda, mejor documentado que sus predecesores, más especializado y menos dependiente de una economía inmediata, más libre de cara a la opinión. Menos 'yo', menos 'autor', más 'específico'. Pero quizá más segmentado y menos ciudadano, vinculado a una comunidad de origen o de interés, con menos ambición de universalidad. La comunicación digitalizada corre el riesgo de transformarnos en un mundo parcelado, parroquiano, incluso egoísta, sustituyendo el Bien común por los hogares comunitarios o grupos de afinidades -como arrasa ya en el ámbito audiovisual público con cadenas temáticas, regionales, confesionales, étnicas-. El peligro, en la aldea electrónica, radicaría, pues, en ver los horizontes comunes de sentido retrotraídos a las sectas y al clero, y las opciones políticas, sólo a los políticos. Sería una profesionalización mortal del sentido de la vida. Sólo se destruye lo que se sustituye. Nos puede costar caro destruir cierto espíritu generalista en nombre de una camada de especialistas. En este caso, de nuevo necesitaríamos 'intelectuales franceses', si es que, en este ámbito, el 'genio francés' reside en el ensayismo, la divulgación elegante, la explicación general. Intelectuales fieles al lema de la Ilustración: 'Hacer popular la Razón'. Más que la emoción, las últimas noticias o los clichés de siempre.

Régis Debray es escritor y filósofo francés.

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