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LA CRÓNICA
Columna
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Apoteosis del ombligo

Estamos rodeados. Allí donde mires aparece, geométricamente situado en el centro del mundo, un ombligo. Con la cercanía del verano, la moda impone su ley. Este año se lleva lo que en otras temporadas sólo fue un prometedor presagio: ombligos a la intemperie. Con o sin piercing, que ésa es otra historia. La edad de los practicantes de esta estética oscila entre los precoces 12 años y los maduros 30, y contagia más al género femenino que al masculino. Si se tercia, los fieles no dudan en recurrir a los abdominales o al doping cosmético para reforzar esta zona de su anatomía. Mientras tanto, algunos padres no se atreven a confesar su pánico cuando la niña de sus ojos, que hasta hace poco correteaba detrás de las muñecas y se atiborraba de Nocilla para merendar, pretende llevar un top o una camiseta ceñida que le permita lucir palmito y, por extensión, ombligo. Asumir de un modo tan repentino que la infancia de la niña terminó, así, por las buenas, produce pequeños traumas en muchos hombres. Curiosamente, esos respetables padres de familia no le hacen ascos a admirar la forma y situación de otros ombligos pertenecientes a jóvenes de distintas talla, raza y condición, y se les cae la baba como al calentorro cuarentón de American beauty.

Si hace un tiempo triunfó el tirante del sujetador visto, este verano se impone el ombligo al aire libre. Enseñar esa rémora de apéndice es todo un proyecto de identidad

Todo empezó, supongo, con Eva en el paraíso. O con esas orientales danzas del vientre que sobreviven en algún restaurante libanés, de las que emanan sinuosas hipnosis. Pero el multiplicador del ombligo como tercer ojo mediático y universal fue, sin duda, la cadena televisiva MTV y sus tropocientos imitadores. Ya hace años que allí se practica un ombliguismo informal entre los presentadores y que, en el caudal de videoclips que fluye sin cesar, se amontonan ombligos y más ombligos. Cristina Aguilera y Britney Spears, yin y yang del imaginario adolescente del fast-food musical universal, han incluido el ombligo en su contagiosa no-indumentaria. Cinturas de avispa, pieles de Lolita, infancias maquilladas de adolescencia o juventudes que se resisten a madurar. Esplendorosos o ridículos, prematuros o perfectos, los ombligos compiten entre sí, situando el punto de mira en un lugar distinto al habitual, ajeno a lo que pudiera representar esta cicatriz que delata la existencia prehistórica de un cordón, ¡ay!, fósil y umbilical. En un artículo del doctor Lorenzo Terrassa, leo cosas espeluznantes sobre la antropología umbilical de nuestros antepasados. 'En alguna tribu angoleña todavía se corta el cordón umbilical de los niños con un azadón cuando quieren que sea hábil con los cultivos'. Y más adelante: 'Los campesinos franceses de las zonas de Beauce y Perche se cuidaban de no arrojarlo al agua o al fuego por miedo a que por una mágica asociación el niño muriera ahogado o abrasado por las llamas'. Brrrrrr.

Hay ombligos que se combinan con prendas extraordinariamente ajustadas y plataformas, como si cada pieza de este disfraz verbenero retroalimentara el efecto, a veces vulgarmente excesivo, del conjunto. La cintura del pantalón desciende para no tapar la maravilla de marras o, en caso de piercing, para no rozarlo, que constituye uno de los peligros de esta generalizada práctica (algunos consejos sobre el piercing: no utilice adornos de plata, póngase en manos de profesionales y vigile que empleen material de primera, pinzas estirilizadas y guantes). Otras veces es un simple detalle, como en esas desgarbadas e indolentes réplicas de la actriz Silke que, como quien no quieren la cosa, levantan la mirada para contemplar la arquitectura de, pongamos, el mercado de la Boqueria. En esta zona de la ciudad, el ombligo es multirracial, étnico, ilegal, indígena, bisexual, solidario o simplemente turístico. Ombligos de paso, sin pelusilla. Ombligos culturalmente enraizados, rematados con una perla dorada esclava de una moda que, como todas, pasará para volver. Pruébenlo cuando estén en casa: mírense el ombligo. Que cosa más rara, ¿verdad? Los hay en forma de berberecho o que se hunden como un breve túnel que lleva hacia lo más profundo de uno mismo. A veces parece el nudo de un globo cerrado por dentro. No es más que la cicatriz del cordón umbilical y, sin embargo, exhibirlo así, sin permiso materno, parece una declaración de principios: la primera prueba de que la ancestral unión se ha cortado. En según quién, se convierte en imán. 'No puedo dejar de mirarte el ombligo', le diría a la chica que, en el tren de Sarrià, hace ver que no sabe que todos los pasajeros le miramos, sin poder evitarlo, ese extraño apéndice rematado con dos piercings que brillan como medias lunas en un hipotético firmamento multiastral. Hay un anuncio de yogures en el que sale gente enseñando el ombligo. Se levantan la camiseta y lo enseñan, así, sin complejos. Pero ahora ya no hace falta levantar nada. Allí está, descapotable y libre, contribuyendo a animar un paisaje humano casi siempre estimulante, un motivo más para salir a la calle, pasear, cruzarse con la gente, ver hasta qué punto se gustan algunas y algunos, respetar su autoestima y, con resignada deportividad, aplaudir.

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