Calor
El mendigo de mi calle es muy trasnochador. Nunca lo veo acostarse, aunque las malas compañías me retengan hasta presentir los colmillos dudosos del amanecer. Si llego a encontrármelo a una hora indecente, con nuestros corazones más en forma, seguro que hubiésemos entablado conversación. Pero sólo hace acto de presencia a las nueve menos cuarto de la mañana, cuando llevo a la niña al colegio, en medio de ese vértigo de los relojes exteriores capaz de humillar la quietud convaleciente del abismo interior. El mendigo organiza su campamento callejero en el zócalo de una tienda modernísima de ropa, se cubre con una manta desde la cabeza a los pies y dispone como centinela mágico, junto a la respiración anónima de su sueño, un casco vacío de cerveza, que va absorbiendo los rayos del sol, los gritos de los niños, la convulsión matinal de los automóviles y la curiosidad de los mirones. La manta del mendigo no sólo sirve para combatir el frío de los amaneceres, porque cubre también su cuerpo con el telón de la soledad, y lo separa del día, de la gente que cruza, de la sonrisa pasmada de los maniquíes, de una actualidad que reparte sus poderes entre los gritos y el silencio. Los silencios públicos son en realidad gritos a los que nadie presta atención.
Por culpa del calor irresponsable de esta semana, he visto por primera vez la cara del mendigo, que se destapó a la luz laboral de un jueves, obligado a elegir entre la soledad pudorosa y la asfixia. El calor repentino es un virus que afecta al sistema operativo de la pobreza, un agobio inesperado que tira de la manta y extiende unas informaciones no deseadas en el orden de la calle. Se parece a los estudios anuales de Amnistía Internacional, esas estadísticas sofocantes que nos enseñan por unas horas el rostro de los hambrientos y los torturadores, el drama que la rutina cubre con el tejido de los silencios y la insensibilidad. Amnistía denuncia que 1.300 millones de personas sobreviven con 200 pesetas diarias, en países cada vez más pobres, abandonados a su propia descomposición y a las especulaciones financieras del mundo global. Como las multitudes de Baudelaire, nuestra globalización es por ahora un conjunto de soledades.
Las 200 pesetas parecen solamente el primer escalón de un horror que sube hasta el alma de las ciudades del bienestar. La miseria de hoy en Granada, en Madrid o en Nueva York, no se encarna únicamente en el mendigo que deja sus colillas, sus cascos vacíos y sus sueños en el zócalo más moderno de la calle. La edad y el dinero marcan una cicatriz anónima en el centro de la felicidad, unos márgenes que viven en el piso de arriba, cubiertos por la manta de la vergüenza y del silencio. Podemos añadir un cero sin salirnos del territorio de la humillación. ¿Cómo vive con dos mil pesetas al día el pensionista que cierra las ventanas del cuarto derecha? ¿Le llega para pagar la luz, el agua, la comunidad y la cuenta del supermercado? Habitamos un futuro impío, que se limita a vestir la barbarie primitiva con la elegancia de un traje de chaqueta o con el desenfado de una sastrería juvenil. Los bárbaros del siglo XXI doblamos la esquina con el aire decente de un padre de familia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.