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¿Sólo 6.000 muertos?

Recostados en un pretil, Albert Sicroff y yo contemplábamos distraídamente la riada de automóviles que en el Long Island Expressway hace irrisión del paisaje. Míralos, me dijo el que fuera discípulo preferido de Américo Castro. Vienen de ninguna parte, no van a parte alguna y luego vuelven a un lugar inexistente. Hora tras hora, día tras día. Siempre. Sísifo, Sísifo. Me escurrí de la provocación metafísica: Lo que me extraña, dije, es que habiendo tantos coches, en este país, los accidentes mortales no sean comparativamente altos.

Lo que me asombra ahora no es que en nuestro país haya tantas muertes en carretera, sino que haya tan pocas. Uno se mete en una caja de latón cuyas entrañas contienen multitud de piezas y órganos no duplicados y perfectamente falibles; así, con un cinturón de seguridad por todo pertrecho, se lanza a la carretera a 150 km. por hora y a menudo más. Cuando viajo en automóvil siempre voy de copiloto, pues ni tengo vehículo propio ni de tenerlo sabría conducirlo. Me siento inseguro y a veces rememoro mi infancia, cuando pilotaba un carro y me fascinaba el lento y rítmico movimiento de las ancas de la mula. Luego llegó el momento de mi primer vuelo en avión y el sentido común, que es el más falaz de los sentidos, me decía que aquel enorme chisme no podría remontar el vuelo. Pero la razón, que tan a menudo deja en ridículo el sentido común, me recordaba con pruebas irrefutables que los aviones vuelan y no hay más tu tía. Del mismo modo, hay los accidentes que hay en carretera: unas seis mil muertes anuales y las pruebas dicen que podrían ser muchas menos. Pero los mortales comunes y los menos comunes, o sea, los constructores de automóviles, no ponen voluntad. Contra estos últimos no hay una avalancha de protestas, no sé si porque los usuarios están muy conscientes de que automóviles más seguros, automóviles más caros. Nuestros gobiernos dejan hacer y los constructores hacen, pues el coche es esencial para la salud del PIB. Campañas preventivas más o menos apocalípticas y que, naturalmente, no previenen nada. Sirven para dar la imagen de que el gobierno de turno está preocupadísimo por la integridad física de la ciudadanía. Claro que las televisiones públicas y privadas arrojan una sombra de duda sobre tanto desvelo, pues en ellas vemos anuncios que nos incitan a cortar el aire con éste o el otro automóvil. En cuanto a los jueces, que también son Estado, emiten sentencias tan benignas contra los infractores que bien podrían ponerse de acuerdo y condenarles a no salir de casa un fin de semana. Se hayan saltado un semáforo o se hayan cargado a una familia, qué más da.

Ni la responsabilidad de los constructores ni la de las sentencias incitantes, suelen aparecer citadas en la larga lista de factores que desencadenan el accidente de tráfico. La inseguridad por vejez del vehículo, sí. Curiosamente, esta causa favorece a los constructores, pues lo que se nos dice es que arrumbemos el coche y adquiramos uno nuevo. Debo ser un demagogo, aunque no creo en la teoría de la conspiración. ¿Acaso no se originan pérdidas billonarias a causa de los accidentes de tráfico? Claro que las pérdidas de uno son ganancia de otro(s) y que en muchos aspectos vivimos en un 'siglo accidental', como llamó Michael Harrington al pasado siglo XX. En la era del racionalismo, las piezas del mosaico son producto de la razón, pero el mosaico carece de la menor cohesión y coherencia. Así es, entre otras dimensiones, en la tecnológica y en la económica. Es una barahúnda, la planificación brilla por su ausencia, los dos billones de los accidentes pueden ser más ganancias que pérdidas o más pérdidas que ganancias, en vista de los actores y valores implicados. El caos vertebrado a golpes de racional irracionalidad.

¿Por qué la velocidad en muchas estadísticas es un factor subyacente, secundario o incluso inexistente? El conductor que se distrajo con el móvil o la charla, el que tuvo un fallo mecánico, etcétera, ¿habría sufrido las mismas consecuencias conduciendo a 90 km. por hora? Claro que para ir a ese paso de tortuga mejor me dejo el automóvil en casa y jamás adquiriré otro. Seguro que esta posibilidad inquieta a los constructores. No parece ser el caso en Estados Unidos, sin embargo. Allí se tiene bien presente que a velocidad reducida, el resto de los factores de riesgo es incomparablemente menor.

Tenía yo un colega y amigo en Nueva York y con frecuencia me llevaba a su cottage, en los Adirondacks. Mi amigo Joseph (ya fallecido) vivía en dulce embriaguez perpetua. En 20 años le conocí ocho o diez coches de tercera o cuarta mano; el más caro le costó 200 dólares, el más barato, con el que hicimos el último viaje al gran bosque del estado de Nueva York, costó 50 bucks. En el viaje de regreso casi arrollamos a un ciervo, pero puedo prometer y prometo que fue culpa de la desidia del animal, a quien Joseph intentó esquivar hábilmente. (Un ciervo suicida, masculló). Es el único percance automovilístico que jamás tuvo mi amigo. Coches para la chatarra, carreteras a menudo resbaladizas a causa de la lluvia o la nevisca, conductor algo bebido, con frecuencia noche cerrada... pero velocidad máxima entre 80 a 90 km. hora. Radares implacables y sanciones severas e ineludibles.

Los estadounidenses ex colegas o amigos que han venido a visitarme siempre me han hecho la misma observación: somos gente amable y pacífica que, al volante, sufrimos una metamorfosis. Conducimos como si estuviéramos locos. Respondo que sólo alrededor de un veinte por ciento, consciente de que es una cifra tremenda y de que, en lo que a velocidad se refiere, se queda muy corta. Me abstengo de ofrecer explicaciones psicológicas, si bien todas ellas contienen su parte de verdad aunque no todas coincidan en el mismo individuo. Si las sociedades conducen como viven, según afirma el profesor de Tráfico y Seguridad Vial Luis Montoro, la vida de los franceses debe ser muy perra, pues con un parque automovilístico joven y mejores carreteras, igualan o superan nuestro número de muertos. ¿No tendríamos que considerar el hecho de que ningún automóvil fabricado en España es en realidad español? Las multinacionales vienen y se van, pero nunca por amor...

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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