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Convergencia de dos fracasos

Muchos pensábamos que el 13 de mayo sería un punto de inflexión en el País Vasco. Para el independentismo vinculado a la violencia las elecciones significaban nada menos que 'el nacimiento de una nación libre'; para los directamente amenazados y los muchos más que sólo se libran con el silencio o el disimulo, la esperanza de recobrar la libertad. A las seis de la tarde de un domingo soleado, el Paseo de la Concha, lleno a rebosar -San Sebastián salta a la calle en cuanto luce el sol- presentaba un aspecto apacible y felizmente festivo. Pocos carteles electorales y el paseante que prestase la oreja a las conversaciones de su alrededor comprobaría que ninguna aludía al acontecimiento del día. Por la mañana, había pasado dos horas en un colegio electoral de Rentería. Los ciudadanos acudían a votar sin la menor tensión y nada delataba que fuesen conscientes de lo mucho que estaba en juego. En una cafetería de Hernani, desplegando el periódico de manera ostensible, el forastero lee con atención Gara. Nadie hace un gesto de extrañeza o de simpatía; nadie aprovecha la señal para entablar una conversación. Sólo cuando habla por teléfono con amigos y conocidos detecta una preocupación enorme. Pero es un grupo muy particular de universitarios, eclesiásticos y empresarios que no corrige la impresión de que la gente en la calle, por miedo o por desidia, probablemente por ambas cosas, se mantiene al margen, como si los atentados y actos de violencia callejera no les concerniese.

El asesinato del concejal Blanco había provocado un rechazo social de tal envergadura que el PNV tuvo que reconocer que si en el pasado el terrorismo pudiera haberles favorecido, estaba claro que constituía ya sin remisión el peor enemigo de su proyecto, tanto a corto plazo, para conservar el Gobierno, como a la larga en vista a conseguir la independencia. A su vez, los sectores no nacionalistas, que se mantienen constantes con más del 40% del electorado, albergaron por fin la esperanza de un Gobierno sin el PNV. Después de 20 años de dominio nacionalista, no sólo la alternancia era un imperativo democrático elemental, sino que un Gobierno no nacionalista intensificaría la lucha antiterrorista -se coordinarían mejor las policías del Estado con la autonómica; habría mayor voluntad de acabar con la lucha callejera- a la vez que cesaría la financiación pública de los sectores sociales vinculados al independentismo violento. En efecto, la experiencia de estos 20 años contradecía el supuesto, hasta hace poco ampliamente compartido, de que un grado alto de autonomía, gestionada por el nacionalismo moderado, frenaba al nacionalismo violento. Lo contrario había ocurrido: más bien le servía de caldo de cultivo.

La respuesta del PNV al 'espíritu de Ermua' fue el pacto de Estella. Consiste en que los independentistas violentos dejen de matar a cambio de que los demócratas independentistas se unan al esfuerzo común de la 'construcción nacional'. El cambio cualitativo que introduce es que el proceso de negociación se realizará 'en unas condiciones de ausencia permanente de todas las expresiones de violencia del conflicto'. El pacto dejaba claro que el fin de las negociaciones, hechas sin recurrir a la violencia, no era la independencia, sino la paz, es decir, un escenario abierto en el que los ciudadanos vascos podrían plantear democráticamente cualquier cuestión, desde la reforma de la Constitución y del Estado a la independencia.

El PNV asumió altos riesgos con este pacto: salía de la ambigüedad y se colocaba claramente en el campo independentista, sin saber el coste electoral que ello traería consigo; y lo más grave, quedaba a la merced de que los violentos respetasen el pacto, es decir, se integrasen en las instituciones o tratasen de crear otras nuevas, pero en ningún caso volvieran a la violencia. La paz se conseguía al precio de iniciar una vía, que se presentaba larga, aunque factible, hacia la soberanía.

ETA volvió a matar y el pacto quedó en agua de borrajas. El PNV había arriesgado mucho por conseguir la paz, pero de nuevo se desplazaba a un futuro tan lejano como incierto, dejando, además, al Gobierno en manos de los violentos. El fracaso no podía ser más rotundo. Y, sin embargo, por haberse arriesgado hasta ese punto por la paz, el PNV, 'presidido por una de las cabezas mejor puestas de que dispone la política española' -escribía para escándalo general en este mismo periódico el 1 de febrero de 2000- no tenía nada de que arrepentirse. Había que sortear el temporal, a la espera de que amainase, para convocar elecciones que, naturalmente, exigía de inmediato la oposición no nacionalista. El fracaso del PNV, al no lograr que ETA abandonase las armas, pese a haberse encaminado por la senda de la soberanía, reforzaba la probabilidad de un cambio en el País Vasco.

El 13 de mayo asistimos al fracaso de este intento. El electorado, a la vez que afirma su identidad, poco propicio a dejarse gobernar desde Madrid, recompensa al PNV sus esfuerzos por la paz ahora, sin temer la posible independencia de mañana. Queda, en cambio, descorazonado ese 2% de la población amenazada de muerte. Para las posibles víctimas, o los familiares de los ya asesinados, es muy duro reconocer que se vive en una sociedad en la que la mayor parte de la gente mira para otro lado, como si los atentados ocurrieran en Chechenia. Y lo mismo que desde los supuestos nacionalistas, que luego confirma la voluntad mayoritaria del electorado, el PNV tuvo razón, aunque luego fracasara, con el Pacto de Estella, también ahora hay que gritar muy alto que se tenía que haber abordado la operación inversa, un Gobierno no nacionalista que abriese una nueva etapa en la lucha antiterrorista. Del fallo de este primer intento serio de alternancia, no hay que sacar la conclusión, alegando el prejuicio de que en el País Vasco no se podría gobernar sin el PNV, que haya sido erróneo intentarlo, o que no se pueda ganar dentro de 4 años.

En la hora de la derrota, hay que congratularse del grupo de intelectuales vascos, Fernando Savater, Jon Juaristi, Aurelio Arteta y tantos más, que cumpliendo con el primer deber del oficio, dar la cara por la libertad, se han jugado la vida, lamentablemente no en un sentido figurado, dejándose además jirones de la piel, al no poder hacer en el fragor de la batalla las matizaciones pertinentes, también obligación del intelectual verdadero. En el momento del fracaso, hay que felicitar a Mayor Oreja, no sólo porque haya arriesgado tanto en el envite, sino sobre todo porque permanece en su puesto, sin replegarse a los cuarteles de invierno. El posible triunfo de su candidatura depende de la política del día a día que lleve a cabo en su tierra. Si abandonase, podrían desmoronarse compañeros de partido y electores.

La grandeza de un estadista se muestra, no sólo en la capacidad de encajar las derrotas, aguantando con perseverancia la larga travesía del desierto, sino también en la disposición de retirarse a tiempo. Después de haber presidido el mayor triunfo electoral de la historia de su partido, Arzallus debe cumplir lo antes posible el relevo anunciado: no cabe mejor ocasión para marcharse que después de una gran victoria.

En el 13 de mayo convergen las enseñanzas de dos reveses. El PNV sabe que no existe, al menos por ahora, la posibilidad de pactar con ETA una tregua indefinida, aunque le escueza todavía el que por haber negociado -también lo hizo Felipe González en Argel y lo tendrán que hacer los futuros gobiernos- se le haya acusado de complicidad con la violencia etarra. Acabar con la violencia es la prioridad compartida. A su vez los partidos no nacionalistas han aprendido que hay que diferenciar nítidamente entre la lucha antiterrorista y la crítica del nacionalismo y que propugnar la independencia de Euskadi podrá no gustarnos a muchos, pero es un objetivo que, perseguido por los canales democráticos, hemos de respetar todos los demócratas. En democracia, no hay temas tabú, ni ordenamientos jurídicos que estén por encima de la voluntad libre de los pueblos. De la doble derrota, aunque ETA siga matando -nadie espera milagros a este respecto- salen reforzados la lucha antiterrorista y el derecho democrático a la independencia. Algún día quedará claro la conexión que existe entre ambos.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de la Universidad de Berlín.

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