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Columna
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Del pragmatismo

Josep Ramoneda

'Sé realista: no digas la verdad'. Podría ser el primer mandamiento del hombre pragmático. O, por lo menos, así lo entendió Stanislaw Jerzy Lec, el mejor aforista del siglo XX según Reich-Ranicki. El pragmatismo es una ideología transversal porque es la filosofía espontánea de todos los que tienen poder. Incluso podría establecerse alguna ley de proporcionalidad entre el volumen del poder del que se dispone -ya sea político, civil o militar- y el grado de adhesión al pragmatismo ideológico. Porque la eclosión del hombre pragmático se alcanza en aquel momento en que el poder y la ambición sitúan al ciudadano en un lugar real o mental tal que la política y la moral, la eficiencia y la ética le parecen conflictos definitivamente superados. A lo sumo, si es demócrata, acepta una limitación: la ley. Lo que le permite olvidar que la ley señala lo que es legalmente aceptable, pero no le exime de responsabilidad moral.

'No digas la verdad', aconseja Lec al buen realista. El cumplimiento del programa de máximos del pragmatismo pasa por la ocultación. ¿La ocultación de qué? De todas aquellas cosas que rompen la armonía del mejor de los mundos posibles, es decir, la ficción sobre la que el pragmatismo reina y construye su legitimidad. Milan Kundera diría que lo que el pragmatismo oculta es simplemente la mierda y la política se hace kitsch. En realidad, lo que siempre trata de ocultar el pragmatismo son las víctimas, a las que a menudo se acaba convirtiendo en culpables, porque han cometido el desatino de ensombrecer el paisaje, ya sea poniéndose a tiro del verdugo, ya sea cayéndose del tren de la sociedad competitiva.

En los últimos días ha habido dos ejemplos clamorosos de la incomodidad que las víctimas provocan en los pragmáticos. Iñaki Anasagasti arremetió contra las asociaciones de víctimas del terrorismo, pidiendo la desactivación y el desarme de estas organizaciones. Sin duda es miserable, como ya se ha dicho, humillar a las víctimas. Pero no es nuevo: hay mil ejemplos en la historia en que se culpabiliza a las víctimas como si se les recriminara no haberse sometido a los verdugos. Es decir, haber alterado el orden de lo patrio. Anasagasti pide a las víctimas que se retiren para no estropear la arcádica imagen de Euskadi que vende el PNV. El pragmatismo a veces es ciego. ¿O es que Anasagasti no ve a los verdugos? Desgraciadamente no tardarán en ponerle nuevas víctimas a la vista. ¿Seguirá pidiendo que se las esconda?

Lejos de España, José María Aznar se sumaba a las lecciones de pragmatismo cotidiano. Aznar tiene el raro honor de ser el único líder europeo que nunca afeó a Putin la masacre de Chechenia. Lo hizo, por supuesto, en nombre del realismo político, porque la misión de un gobernante es estar bien con todo el mundo. Por el bien de España, por supuesto. Aznar ni siquiera recurrió la cláusula de compromiso de hacer una apelación a los derechos humanos en su discurso, como hace el Rey cuando pisa territorios oscuros. El problema del pragmático es que siempre se puede encontrar atrapado por alguien más pragmático todavía. Putin no se cortó: Chechenia y el País Vasco son lo mismo. De este modo, los lazos con Aznar se hacían inquebrantables. Del pragmático Aznar no salió ni un reproche. Se había olvidado de las víctimas, las chechenas, por supuesto, para no emborronarle la página a Putin. Y la amnesia le hizo olvidar también al País Vasco. En defensa del pragmatismo de los poderosos, algunos denuncian con razón la tendencia espontánea al 'ballet moral', para seguir con Kundera, que tenemos a menudo los que escribimos, muy dados a poner la ética al servicio de nuestros narcisismos. Se puede aceptar como advertencia, pero no como legitimación de quienes desde el pragmatismo niegan relevancia política a los juicios morales. Porque hay un territorio que es el de la moral real, donde cada cual asume sus compromisos, que sólo puede construirse sobre la renuncia al eufemismo y sobre el rechazo a ocultar las víctimas. Este territorio es el espacio del debate político, por lo menos en las sociedades democráticas que todavía no han sido arrastradas por el pragmatismo hacia la irrecuperable enfermedad de la indiferencia.

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