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Columna
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Por sorpresa, han regresado los escribientes a la ciudad y se han instalado en el mismo lugar que sus abuelos: bajo los pórticos de la plaza Mayor, con sus mesas, sus taburetes, sus cartapacios de pliegos de papel de florete, de luto, de aromas, para las epístolas de amor, sus frascos de tinta y sus fulgurantes plumas de ave. Mucha gente ha acudido para presenciar un despliegue tan curioso como pintoresco: los más jóvenes interrogándose acerca de la ocurrencia; los mayores con cierta nostalgia, evocando otros tiempos. Entonces los escribientes eran flacos y pálidos, tenían las uñas largas, pero esmeradas, lucían chalina y trajes oscuros, con remiendos y lamparones.

Su clientela más fiel eran muchachas de servir, quintos de aldeas remotas, tratantes de ganado y aventureros con fantasía y sin destino. Los escribientes tenían unas tarifas modestas. Y hasta los había muy inspirados, que ofrecían cartas a la novia, en versos de rima asonante, o en sonetos con estrambote y todo, por diez céntimos más. Aquellos escribientes, funcionarios y maestros depurados, y poetas anónimos, compartían su vida, con los gorriones y los vagabundos, y cuando oscurecía y la plaza era un extenso territorio de soledad y frío, recogían sus cachivaches, y se iban a la taberna más próxima. Todos ellos eran pendolistas muy hábiles, que trazaban con la misma soltura la letra cortesana, la dórica o la redondilla, que la bastarda, la cursiva o la inglesa.

Sin embargo, los escribientes que llegaron aquel día, tan de sorpresa, vestían vaqueros, chaquetas de Cardin y corbatas de seda joyante. No redactaban epístolas de amor, ni de penas, ni de caballerías, ni de singulares viajes. Eran ejecutivos de empresas y sólo redactaban, con una soberbia letra gótica, contratos de alquiler de armamento, a los ejércitos, a los mercenarios y a los paisanos que quisieran presenciar, a bordo de un tanque o de un blindado ligero, la gran parada militar que, muy pronto, se iba a celebrar en la ciudad. Cuando lo supieron, casi todos abandonaron los pórticos. Según precisó el escrupuloso cronista, en la plaza Mayor, sólo se quedaron siete mariscales, tres comodoros y un capitán del narco.

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