_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Entre dos luces

Se expone estos días en Madrid una muestra del pintor catalán Ramón Casas (1866-1932). Casas, con Santiago Rusiñol, fue uno de los creadores que rompió en Cataluña con un naturalismo que en España fue facilón y costumbrista. Nunca tuvimos aquí a gente con el poderío de un Coubert o de un Millet para representar aquellas crudas escenas campesinas (recuerden el Entierro en Ornans del primero, y el aún más impresionante El Ángelus del segundo, obras que, en palabras de Van Gogh, estaban como pintadas con tierra). Aquí no. Aquí el naturalismo fue ramplón regionalismo, anécdota y folclor. A romper con aquello vino gente como Casas. Mientras Darío Regoyos, coetáneo suyo y rupturista también, se adentraba por la senda del impresionismo, Casas inauguraba en España un modernismo de inspiración velazqueña, afín a gente como Jean Manet o James M. Whistler. Una corriente que supuso una fecunda renovación, poco conocida, de la pintura europea y americana, y que luego Sorolla sabría enriquecer como pocos.

De Casas conocía uno ya su famosa La carga, esa inevitable imagen que ilustra las historias sobre el primer movimiento obrero en Barcelona (guardia vivil, con sable y a caballo, revolcando a un manifestante). O, incluso, La Madelaine, señora con puro y copa en un cabaret parisino y unos ojos entre tristes y fieros, y otras telas de su época parisina o sus carteles. Pero, en su ignorancia, uno ha descubierto en esta exposición a un Casas desconocido, telas que justifican con largueza su prestigio como pintor modernista. Tal vez La pereza (1898-1900) sea entre las expuestas la muestra más acabada: escena al contraluz cargada de voluptuosidad y elegante insinuación, que tanto recuerda, por composición y paleta, a La muchacha de blanco de Whistler.

En efecto, por su sencillez e inteligente armonía entre composición y luz, son precisamente esos interiores con protagonismo de mujer los más impresionantes. Esa briosa mujer vestida de blanco que cierra el paso ante las puertas que se abren hacia el fondo (Primero pasarás sobre mi cadáver, 1893), o la criada y la señora (vestida una, desnuda la otra) de Preparando el baño y Au bain (1895). Y, también, esa delicia que es Antes del baño (1894). Pero hay una que quisiera señalar. No necesariamente por sus valores pictóricos, que no le faltan, sino porque me permite hablar de nosotros y de nuestras angustias de hoy. Se trata de Entre dos luces (1894): mujer semidesnuda, falda azul, sentada en una butaca blanca, con el pelo revuelto y el rostro oculto, iluminada a un tiempo por luz artificial y natural.

Creo que a diez días del 13-M, nos hallamos necesitados de reposar nuestro espíritu de los rigores electorales; necesitados de oxigenar nuestra imaginación. De ahí las pinturas, los colores y la luz. Sin embargo, no dejo de pensar en mis compañeros amenazados y exiliados, en mis amigos escoltados, hoy tan abatidos por lo que sienten ha sido un gesto insolidario del votante, de la ciudadanía. Sin embargo, creo que esa mujer entre dos luces puede ser la metáfora de la ciudadanía. Pretenderla reconocible, diáfana, transparente, es una ilusión. Es una ilusión vana e irreal. Esa mujer, que oculta su rostro y parece simple, está habitada de pensamientos insondables y contiene todas las dimensiones del ser humano a poco que se la observe. Creer que un voto la define es ingenuo. Puesta de pie, podrá ser dulce, como recién salida del baño, o resuelta, con la actitud tensa y airada de la mujer del Primero pasarás sobre mi cadáver.

No creo que sea acertado creer o hablar, como se hace, de una culpa colectiva. Creo, más bien, que el discurso más hondo de grupos como ¡Basta Ya! ha calado en la ciudadanía. ¿Cómo explicar, si no, esa caída estrepitosa de EH cuando Ibarretxe había insistido que en ningún caso contaría con ellos? No. No creo que eso sea bueno, porque contagia el desánimo y diluye las culpas. El culpable es este político o aquel decano, mi compañero o aquel sinvergüenza. No todos y nadie en particular. Mientras, y no es malo, entretengámonos en la imagen melancólica de esa mujer entre dos luces.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_