Ya no hay flores en el cuartel de Vic
El martes se cumplirán 10 años del atentado que costó la vida a nueve personas ø Los supervivientes han dejado la ciudad y la mayoría no han rehecho sus vidas
Ya no hay flores en el solar que ocupó el cuartel de la Guardia Civil de Vic. Los familiares de las nueve personas asesinadas allí en 1991 tras estallar un coche bomba de ETA han dejado de depositar ramos en la alambrada y han acabado por llevarse el dolor y los recuerdos a la intimidad de sus casas. El próximo martes se cumplirán 10 años de la matanza. Pero el tiempo parece no haber pasado para muchas de las víctimas, que admiten que los recuerdos de aquella fatídica tarde todavía les nublan la vista en más de una ocasión.
El olor tras la explosión también se hizo un hueco permanente en su cerebro. Algunos vuelven a sentirlo cada vez que ETA vuelve a actuar. Emilia Lara es una de estas personas. Su hija murió en el atentado. Vanesa Ruiz, de 11 años, jugaba con otros seis niños dentro del patio interior del cuartel cuando el etarra Juan Carlos Monteagudo dejó caer por la rampa de acceso un Renault 11 cargado con 216 kilos de explosivos. El etarra, que murió en un tiroteo con la policía dos días después, vio a las niñas, pero no le importó en absoluto. Los terroristas saben bien quiénes son sus víctimas. Vanesa murió en el acto, al igual que otras ocho personas que se encontraban en el cuartel. No fueron más porque muchos de los agentes se encontraban controlando el paso de una carrera ciclista por la ciudad.
El Ayuntamiento de Vic aún no ha cobrado los 68 millones que adelantó para ayudas urgentes
Este atentado resultó ser el punto culminante de la escalada violenta de ETA en Cataluña en los años preolímpicos. Le tocó a Vic por ser una ciudad fácil, confiada y tranquila. Pese a la matanza de Hipercor en 1987, con 21 fallecidos, y el asesinato de seis policías en Sabadell en 1990, nadie del cuartel de Vic pensó nunca que ETA llegaría hasta allí. Lo demuestra el hecho de que ni la casa cuartel ni sus alrededores contaban con cámaras de control. Tampoco había vigilancia permanente y la puerta de acceso al patio interior del cuartel estaba siempre abierta. Así lo relataba poco después del siniestro uno de los agentes: 'Aquello era una entrada trasera y un jardín donde jugaban os niños. No podía estar bunkerizado. No puedes estar siempre pendiente de que te van a matar. Lo que está claro es que sólo iban a por los niños'.
Hoy, 10 años después, la familia de Vanesa vive afincada en Lorca (Murcia). 'Tuvimos que marcharnos, después del atentado todo comenzó a ir mal', explica Emilia. En casa guarda cintas de vídeo, fotografías y otros documentos que le recuerdan el atentado. 'Yo los miro a menudo -admite la madre-, pero mis hijos casi nunca'.
Los más jóvenes de la casa, el hermano y las dos hermanas de Vanesa, también se encontraban en el cuartel en el momento del atentado. Aunque no vivían allí, acudían al patio a menudo para jugar con sus compañeros de clase, en su mayor parte hijos de guardias civiles. 'Algunas tardes venían a nuestra casa, pero aquel día se quedaron en el cuartel porque yo trabajaba', recuerda Emilia. 'Me llamaron al trabajo una hora después del atentado, dijeron que había pasado algo muy grave. Por suerte, tres de mis hijos se salvaron'.
Diez años después ni Emilia ni otras personas afectadas han podido rehacer sus vidas. 'No lo he superado', admite la madre de Vanesa. 'Cada vez que hay un atentado me pasan por la cabeza las imágenes de la explosión', añade; 'los lugares que de alguna forma me recuerdan lo ocurrido intento evitarlos'. También le duele la actitud de ciertas personas y vecinos que después del atentado la trataron de manera diferente, 'como si hubiera hecho algo raro'. El caso de Emilia es habitual.
Sara Bosch, una psicóloga experta en tratar víctimas de atentados, diferencia dos formas de afrontar el trauma. 'Muchos de ellos interiorizan lo ocurrido y, sin adaptarse totalmente a la nueva vida, acaban por actuar normalmente. Otro grupo, en cambio, convierte los trastornos de los primeros días en auténticas enfermedades crónicas'. Estos trastornos van desde la simple angustia hasta los trastornos de la personalidad, descontrol de los impulsos y dependencias de medicamentos. Lo que más angustia a estas víctimas son, sin embargo, las imágenes que se les aparecen de vez en cuando. 'Les pasa lo que a Rambo con la guerra del Vietnam, recuerdan en imágenes lo ocurrido en el momento del atentado, quedan como paralizados', asegura.
En el caso de Vic la mayor parte de las víctimas optaron por irse. Algunos agentes que vivían en el cuartel no han podido trabajar nunca más. Otros pidieron el traslado y están repartidos por Granada, Málaga, Murcia y otras localidades. No querían vivir en Vic, una ciudad de 30.000 habitantes donde es difícil llevar una vida anónima.
El delegado de la Asociación de Víctimas del Terrorismo en Cataluña, Robert Manrique, considera que el papel de las administraciones no ha sido correcto. 'Diez años después todavía no se ha efectuado ningún reconocimiento a las víctimas del atentado, ni un monumento, ni una placa. Nada'. El Ayuntamiento de la ciudad, que en su momento abrió una cuenta corriente para recoger donativos para los afectados, siempre ha evitado pronunciarse sobre la polémica placa. No quiere que una calle o una plaza se convierta en un recuerdo de lo que la mayor parte de habitantes quiere olvidar. Pero las víctimas no sólo critican al Ayuntamiento. 'Consideran que pararon un golpe que iba dirigido al Gobierno, que precisamente es el que ahora no reconoce su situación. Ello les enfrenta con las instituciones', explica Sara Bosch.
El retraso de las indemnizaciones económicas también ha enfrentado a las víctimas con la Administración. El dinero tardó nueve años en llegar y, según Manrique, tuvieron criterios muy restrictivos. 'Una niña a quien le amputaron el pie sólo ha recibido el dinero correspondiente a una invalidez parcial, puesto que le implantaron una prótesis'. Las familias de los fallecidos han cobrado un mínimo de 23 millones de pesetas cada una, mientras que los que han quedado con un nivel de invalidez importante han cobrado unos 18 millones. La sentencia judicial del atentado, de 1993, establece la obligatoriedad de indemnizar a 36 personas con lesiones y secuelas. Cuatro de ellas todavía no han solicitado el dinero. Pero si el Gobierno ha acabado indemnizando a las víctimas, no sucede lo mismo con el Ayuntamiento, que aún reclama los 68 millones de pesetas que adelantó para ayudas de urgencia.
Quienes también se sienten defraudados son los habitantes del edificio vecino del cuartel. En 1991 los seguros convencionales no cubrían los daños por terrorismo, por lo que tuvieron que apañárselas para reparar sus viviendas. Dispusieron del dinero recaudado a través de una colecta popular y el Ayuntamiento les sufragó el alquiler de un piso durante más de un año. A pesar de ello, muchos tuvieron que pedir créditos que todavía están pagando. Es el caso de Pilar, una vecina cuyo piso da directamente al solar ahora vacío del cuartel de la Guardia Civil. 'Nos hemos sentido desamparados, vino Narcís Serra y nos dijo que nos ayudaría, pero nadie hizo nada'.
Esta vecina, cuyo hijo de cinco años resultó herido en el atentado, confiesa tener escalofríos cuando piensa en lo ocurrido. Igual les ocurre a las muchas personas que estaban en la zona cuando estalló el coche bomba. Joaquim Benavente, que trabaja como conductor de ambulancias, recuerda que el coche le estalló a menos de 100 metros. Fue uno de los primeros en llegar al cuartel y todavía hoy recuerda el infierno de aquella tarde como el episodio más sangriento que le ha tocado vivir en su carrera profesional. 'Todavía hoy pego un salto cuando oigo un petardo. ¡Y han pasado 10 años!'.
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