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Tribuna:EN TORNO A LA ERA GLOBAL
Tribuna
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Arte de interjecciones

-Pues te jodes.

-Y una mierda.

Con estas palabras concluye un largo diálogo -entablado en ese tono por soldados que se disponen a dormir en el interior de una tienda de campaña- con el que se cierra uno de los primeros capítulos de Antagonía. Mi intención, al desarrollar ese diálogo, era poner de manifiesto la facilidad con que se pierde la pátina de la educación recibida cuando las circunstancias adversas -el hacinamiento y no disponer de cuarto de baño- la ponen a prueba. Una pérdida caracterizada en lo corporal por el abandono y la dejadez y, en la comunicación con los demás, por el recurso a una variada panoplia de tacos que en el fondo se reducen a dar expresión, conforme a un planteamiento netamente binario, a tan sólo dos sentimientos o estados de ánimo: gusto y disgusto. Pues bien: de dar crédito a la mayor parte de los productos cinematográficos y televisivos actuales, la sociedad española ha logrado un nivel de embrutecimiento similar al de esos soldados sin que para ello haya sido preciso padecer carencia alguna.

Supongo que, si cuando realicé mis primeros experimentos literarios ni se me ocurrió dedicarme al cine, fue porque siempre me había parecido que el género era tan sensible al paso del tiempo, tan perecedero, como el material que le servía de soporte, el celuloide. Películas que habían entusiasmado a mis padres, como ¡Aleluya!, de Vidor, me parecían a mí, cuando llegaba a verlas, poco menos que ridículas. Y eso, a mi entender, era debido a que, frente a la fuerza inamovible de la evocación verbal propia de la novela, el carácter inexorablemente concreto de la imagen que distingue al cine, lo hacía vulnerable no ya al tiempo, sino a la moda. Atuendos y maquillaje, en su día favorecedores, que con los años resultan patéticos; guapas y guapos de carcajada; caracterizaciones y efectos especiales que se pretendían terroríficos y ya no son sino cómicos: todo conspira contra la perdurabilidad del cine. El teatro tiene la ventaja de que toda representación de una obra cuyo texto sigue vigente es una puesta al día. Algo que el cine intenta alcanzar a su modo produciendo constantemente nuevas versiones -no siempre mejores- de una misma película. El ciclo vital de un filme -pocos son los que por su calidad se sustraen a la regla- va probablemente asociado al de quienes en la infancia fueron sus primeros espectadores; el gusto de éstos podrá evolucionar, pero las convenciones cinematográficas de ese filme seguirán siendo aceptadas por ellos pese al transcurso del tiempo. No así por los espectadores que les sucedan. De ahí la coincidencia -tan acertadamente señalada hace poco por Ángel Fernández-Santos- del éxito de programas como Cine de barrio, que recoge bodrios de hace 20 o 30 años, con el éxito de los actuales bodrios cinematográficos o televisivos: sus respectivos públicos son diferentes. Es decir: el público de Cine de barrio fue al utilitario lo que el público de los bodrios actuales es al móvil. La orfandad cultural, por encima de la diferencia de edad, es lo único que uno y otro tienen en común, lo que no deja de ser inquietante. Por lo demás, al público del móvil no le dice nada la realidad evocada por Cine de barrio, esto es, la época del utilitario.

Ahora bien: el problema no reside en que la realidad esté o no acertadamente reflejada en todos esos productos, sino, ante todo, en que esos productos son abominables. Que el mal sea antiguo no es precisamente un consuelo. En el pasado, lo mismo que ahora, alguna que otra película aislada ha permitido al cine español salvar la cara. Comparativamente, pocas; menos que en Francia o Inglaterra o Italia. Aquí, lo habitual es un producto en el que falla todo: guión, dirección, decorados, personajes, diálogos. Hoy, sobre todo, los diálogos. Ese intercambio generalizado de improperios entre gente irascible, acelerada y vociferante que, en lo esencial, se remite al esquema binario antes mencionado, a dar rienda suelta a las expresiones de gusto ('mola, flipa, es la hostia') o de disgusto ('es una mierda, me jode, me la pinfla'). Un producto homogéneo en la medida en que todas las entregas parecen cortadas según el mismo patrón, a semejanza del cine libanés, egipcio o de los Emiratos (el indio es mucho más imaginativo).

¿A qué o a quién echar la culpa? ¿A la mala comedia de costumbres española, ese panorama teatral relativamente reciente dominado por Benavente, Paso, Mihura? Sólo en parte. A veces también lo bueno crea malos hábitos. Buñuel, por ejemplo; su mala leche, mal asimilada y mal aplicada, está en el origen de algunos de los aspectos más cutres del cine español. La sociedad en que vivimos, pese a todos los tópicos, no está formada por pícaros, putas y chorizos, sino, salvo las excepciones de rigor, por gente más bien cándida, con o sin complejo de serlo. Y lo que relatado por un Buñuel o un Berlanga supone un acierto pierde tal cualidad cuando es otro -sin su talento- quien lo cuenta. Por esta razón, un filme como Para todos los gustos, de Agnes Jaoui, resplandecía como una joya en la cartelera de hace unos meses. Sin ser una genialidad, ofrece lo mínimo que debiera ofrecer toda película: una historia bien contada sobre gente normalmente inteligente. Una película que se ve con gusto, que no invita a levantarse y salir con la sensación de haber perdido el tiempo, como he terminado haciendo ya por dos veces en lo que va de año. Torrente 2 no es la punta de un iceberg, aunque sí, por lo visto, la gota que colma el vaso.

'Vergüenza ajena' es una expresión que no se puede traducir a otros idiomas, sea porque no existe, sea porque la gente no siente vergüenza por lo que hacen otros o porque nadie hace nada vergonzoso, vaya usted a saber. Afortunadamente aquí la tenemos y podemos permitirnos aplicarla a una buena parte del cine español que produce eso, vergüenza ajena. Un cine de situaciones impensables, argumentos inverosímiles y personajes inaceptables, con la particularidad de que todo ello es propuesto al espectador como algo de lo más común. ¿Lo es? Quienes lo realizan parecen convencidos de estar fotocopiando la realidad española con la ilusión de que esa fotocopia es, además, de excelente calidad. Se equivocan tanto en una cosa como en la otra. Pero, si se conforman con dar a entender que la sociedad española está formada por gente increíblemente estúpida además de lerda y borde, van por buen camino.

Luis Goytisolo es escritor.

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