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Columna
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El amigo de la muerte (y 2)

Veíamos la semana pasada cómo el escritor de Guadix Pedro Antonio de Alarcón había recreado un viejo cuento popular indoeuropeo en su relato de juventud que da título a esta pequeña serie. Y cómo, hasta sus memorias finales, no reconoció el préstamo, pero fue para rehuir la acusación de plagio que se le había hecho, a partir del libreto de una ópera italiana de los hermanos Ricci, Crispino e la comare, que trata del mismo asunto.

La verdad, sin embargo, está mucho más cerca del plagio que de la libre recreación, pues el enredo melodramático que urde Alarcón en su historia está bien lejos de la elegante linealidad del cuento. Pero es un simple capricho del novelista lo que indica en qué se basó realmente, y fue ponerle a la madre de su protagonista el nombre de Crispina. Justo es reconocer, no obstante, que las libérrimas incrustaciones de política, los problemas dinásticos de los Borbones, las empachosas escatologías (su relato termina en el 2136, en la Ciudad de Dios y en pleno Juicio Final), y las numerosas trufas literarias de Byron, Garcilaso y otros, son de la entera responsabilidad del guadijeño.

Más que la curiosidad y la pesquisa, nos mueve en este caso la necesaria reflexión, de nuevo, acerca de los apasionantes problemas de calidad literaria, relaciones entre literatura culta y popular y, cómo no, la licitud de los préstamos temáticos, a los que los cursis de ahora llaman 'intertextualidad'. También algunos pillos que simplemente copian. Demasiadas cosas, por supuesto, a las que sólo podremos asomarnos.

El cuento popular en cuestión suele titularse La muerte madrina (así en nuestro arquetipo 59 de Cuentos al amor de la lumbre), y a veces también El ahijado de la muerte). En el catálogo internacional de tipos de Stith Thompson lleva el número 332, y ha sido muy bien estudiado por la escuela alemana de Bolte-Polívka y por los investigadores nórdicos, verdaderos apasionados de estas intrincadas cuestiones. Sólo R. Th. Christiansen analizó 124 variantes del relato en un estudio de 1915. Pero también se trata de una historia muy utilizada desde la Edad Media por escritores de todas las latitudes europeas, por lo que extraña aún más la pretendida inocencia de Alarcón, queriendo hacernos creer que él se había basado solamente en una versión oral, y supuestamente andaluza, que le contara su abuela paterna. Ojalá hubiese sido así.

El relato en cuestión, en su pureza campesina, narra las tribulaciones de un matrimonio de jornaleros que no encuentran quién les bautice a un hijo recién nacido. Cansados de buscar, aceptan el ofrecimiento de la Muerte, que se compromete a proteger al muchacho toda su vida, e incluso a costearle la carrera de médico. Es más, le entregará una hierba mágica, con la que podrá curar incluso a los enfermos más desahuciados. Tan sólo le pone como condición que cuando la vea a ella a los pies de la cama del moribundo, ni lo intente, 'porque a ése ya le toca'.

El muchacho se convertirá, como es lógico, en un médico famoso, y cumplirá lo pactado con la Muerte, hasta que se topa con la posibilidad de curar, sucesivamente, a dos enfermos muy ricos. Pese a ver a su siniestra madrina a los pies de la cama, aplicará sobre ellos la curación mágica, con lo que obtendrá fuertes sumas de dinero. La muerte perdona las dos veces a su ahijado, pero no la tercera, cuando el muchacho sana a la hija del rey. Entonces sólo le dará la posibilidad de perdonarlo si acierta cuál de todas las velas que arden en un recóndito lugar se corresponde con la de su vida. Cuando el protegido, tras varios tanteos, acierta la que es, resulta tan pequeña que sólo el aliento de su voz al preguntar '¿Es ésta?', la extinguirá.

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Pero también se extingue nuestro espacio y se quedan multitud de cosas en el tintero. Entre otras, la extraña preferencia de Borges por la sofisticada versión de Alarcón. Otro día será.

A. R. ALMODÓVAR

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