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Columna
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Los puentes

A veces uno se abandona a disquisiciones pedantes para dar con la explicación o el origen de las cosas que suponemos trascendentales, por ejemplo, las propias raíces, principios y fundamentos. Nada de averiguaciones personales, sólo los necios y temerarios se aventuran por el enramado del árbol genealógico. Lo genérico es menos comprometido, ahora que la gente no se bate en duelo o se da de bastonazos por defender posturas especulativas. Creo haber dado con uno de los secretos de nuestros antecedentes nacionales engastado firmemente en la idiosincrasia actual. Los distintos nombres, Hespérides

Iberia, Sefarad, etcétera, tienen causa en circunstancias coyunturales, arrancan y derivan de temporalidades sucesivas. Herederos forzosos del tiempo pasado, España procede y se encuentra instalada con firmeza en el concepto del puente.

La palabra, en las primeras seis acepciones que ofrece el Diccionario de la lengua, describe la construcción que permite traspasar ríos, fosos y cualesquiera espacios intransitables. La séptima se contrae a la pieza, antes de oro, que incrustaban los odontólogos entre los dientes que sobrevivían. La octava da en el clavo: 'Día o días que entre dos festivos o sumándose a uno ellos se aprovecha para la vacación'. Es el tótem ideológico de nuestra estirpe, donde quizá falta la actualizadora aclaración de ser el momento escogido por algunas personas para romperse la crisma en el automóvil. El genesiaco paradigma del trabajo como castigo ha calado muy hondo y pródigamente en la sociedad que nos acoge. El español vive en el puente, para el puente, espera el puente, lo exige como trofeo duramente peleado, que desglosa con nitidez de las vacaciones propiamente dichas. En tiempos otros, ya lejanos, la exclamación más jubilosa del funcionario se reducía a un '¡hasta el lunes!', dicha el sábado por la tarde.

Hoy, felizmente -echen mano del calendario-, sólo en la primera mitad del año, contando los fines de semana, hay 57 días inhábiles y eso que parecían amortizadas muchas celebraciones religiosas. Comenzamos por el Día del Padre, para seguir con la Semana Santa, cuya vieja simbología queda relegada a los fondos gráficos de la televisión y significa sólo el desplazamiento hacia una playa levantina, haga buen o mal tiempo. Observen que, desde hace poco, se ha rescatado la jornada del Lunes Santo, sólo festejado en territorios catalanes, valencianos, mallorquines, navarros y poco más que, a su vez, han incorporado el jueves anterior. En nuestra amada Comunidad de Madrid bajamos el cierre el 1 y el 2 de mayo, que redondean casi seis jornadas de plácido colapso laboral, encadenadas con un San Isidro providencialmente instalado en martes, semifiesta para la banca local que, de esta manera, puede satisfacer el legítimo derecho de ver las corridas en El Batán. Menos mal que la viveza y el discernimiento de las familias han orillado la presunta estratagema de los enseñantes con el invento foráneo de la semana blanca, que inundaba los hogares de chiquillería mientras el profesorado se iba a esquiar a Sierra Nevada. O al cine.

El puente es una conquista despojada de intenciones bastardas, un impulso racial, no una satisfacción singular. El español, dígase lo que se quiera, es poco individualista; sí, en cambio, gregario, participativo, sobre todo en el disfrute de la ociosidad. No desea estar mano sobre mano, sino que se lanza a la carretera para colmar trayectos de cuatro horas en siete u ocho, empaquetado con niños incontinentes, la suegra chinchorrera y la tantina de Burgos. También se desplazan, en cohesionados grupos, para recorrer los aeropuertos y experimentar exóticas peripecias exhibiendo los billetes que la compañía ha vendido con posterioridad a otros viajeros. Suele ser muy celebrado el ejercicio dialéctico ante el empleado estólido, generalmente bigotudo, que ni sabe ni quiere atenderles.

El puente, ya institucionalizado, forma parte de nuestras costumbres y oxigena y vivifica el ritmo de las obligaciones cotidianas, nos entrena ante el gran periodo estival e incluso para afrontar la jubilación o el paro. ¿Se atrevería alguien a arrebatarnos la pausa castiza de cualquiera de las vírgenes patronas, de Santiago, del Pilar? ¿O el anticipo navideño de ese último puente de la Constitución, que caerá en la plena mitad de diciembre? Antropólogos e historiadores pueden acomodar estas nociones con el genuino nervio de la raza. Es una sugerencia.

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