Tierra de acogida
Entre algunos sectores catalanistas se ha visto con desinterés o incluso con hostilidad la iniciativa de presentar una visión de Cataluña en Madrid a través de la exposición Cataluña, tierra de acogida, de la que he tenido la satisfacción de ser uno de los comisarios. Se ha considerado inútil o innecesario el esfuerzo por cambiar la percepción que los ciudadanos españoles pueden tener de la realidad catalana. Innecesario no creo que lo sea: la percepción negativa de la realidad catalana es un problema en muchos sentidos, y en Madrid se deciden muchísimas cosas que nos afectan. Pero tampoco me parece inevitablemente inútil: lo sería si considerásemos que, fatalmente, los catalanes estamos condenados a esta percepción negativa.
De hecho, a partir de la propia experiencia de la exposición, no estoy convencido de que los catalanes -si la generalización se puede permitir- tengamos una imagen esféricamente negativa. Durante el montaje de la exposición, por empresas catalanas, pasaban futuros espectadores que manifestaban su admiración por la modernidad, la profesionalidad, la eficiencia europea de quienes montaban. Pero los mismos espectadores se sulfuraban cuando oían a dos de los trabajadores pedirse el martillo y los clavos en catalán. Pecando inevitablemente de generalización, da la impresión de que la percepción de Cataluña es positiva cuando hablamos de modernidad, de eficiencia, de progreso material, de europeísmo. El conjunto de los españoles está convencido de que en Cataluña se vive bien y de que la sociedad catalana es desarrollada y avanzada. Pero la percepción se convierte en negativa cuando aparecen las cuestiones identitarias, la lengua, la cultura, la propia visión de la historia, la expresión política de esta conciencia diferenciada.
Precisamente la exposición Cataluña, tierra de acogida intenta jugar en este terreno y decirles a sus visitantes que ya sabemos que Cataluña tiene para ellos aspectos simpáticos y aspectos antipáticos, pero que son indisociables, que forman parte de un modelo único, que son la cara y la cruz de la misma moneda. Los visitantes saben, a menudo por experiencia propia, que Cataluña fue en el siglo pasado tierra de acogida: tres millones de inmigrantes en un siglo. Y lo aprecian. Saben también que Cataluña ha sido y es tierra de progreso, individual y colectivo, un horizonte de bienestar y de desarrollo. Y también lo aprecian. Y saben finalmente que Cataluña tiene una fuerte conciencia de su identidad y la voluntad de preservar sus signos distintivos, la lengua, la cultura, la conciencia nacional. Y a muchos les disgusta. La exposición intenta subrayar que estas tres características de Cataluña no se dan por separado, aisladamente, sino que cada una de ellas es causa y efecto de las otras, un trípode que se aguanta porque tiene tres patas, y no puede renunciar a ninguna. O se compra en lote o se rechaza en lote. Pero no se le puede amputar ninguna de las tres.
La exposición permite todavía otra lectura. La experiencia del siglo XX es que este modelo catalán con tres facetas, distintamente valorada pero indisociables, ha tenido un buen balance. Buen balance para los catalanes, hayan nacido donde hayan nacido. Pero un buen balance para el conjunto del Estado, que ha progresado política y económicamente gracias también a esta locomotora. Por tanto, a todos debe interesar que el engranaje funcione, que no deje de funcionar ante los grandes retos que se plantean con el nuevo siglo, el de la nueva inmigración entre ellos. Cataluña debe continuar siendo tierra de acogida, debe continuar ofreciendo un horizonte de progreso, pero también debe mantener su identidad, su lengua, su cultura, su forma de ser. Con la plena conciencia de que las identidades evolucionan. Pero si Cataluña pierde alguna de las tres patas, no podrá conservar fácilmente las otras. Si no tiene los instrumentos económicos y políticos para preservar su identidad, difícilmente podrá ejercer como ha hecho siempre su papel de horizonte de progreso y de tierra de acogida. Pero también si el desequilibrio en las infraestructuras, el ahogo financiero de sus instituciones, un régimen de desigualdad respecto a sus vecinos y a sus competidores, estrecha su horizonte de progreso, no podrá ni acoger ni mantener la identidad. Finalmente, si no es capaz de ser nuevamente tierra de acogida, que significa de integración y de bienvenida, comprometerá su progreso, pero también su identidad. Es lo que se intenta explicar en Madrid. No es una explicación innecesaria. Espero que tampoco sea inútil.
Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU.
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