El mercado de Bonavista
En un principio -o al menos hasta donde me alcanza la memoria- aquello era un campo de almendros y algarrobos, de masías con su huerto e hileras de avellanos que, lejos de la amenaza del Mercado Común, hacían prosperar la economía de los habitantes de la zona. Los campos llegaban hasta la playa y el mar tenía un color azul brillante. A lo lejos se divisaban algunos edificios de Tarragona, el campanario de La Canonja y la torre de otra masía que apuntaba hacia aquel cielo siempre limpio y reluciente gracias al viento, que por esos parajes llamamos mestral. No existían petroquímicas y por tanto el viento no arrastraba este olor, a veces nauseabundo, que impregna el aire; ni las noches se habían convertido aún en esa especie de Manhattan reluciente que inunda el cielo de luces y efectos especiales (léase humaredas multicolores o el fuego que sale a chorro de las potentes chimeneas). Una carretera donde apenas cabían dos coches unía Reus y Tarragona. El trole fue durante mucho tiempo el único transporte público, que muchas veces quedaba colgado por falta de electricidad y otras daba un susto de muerte a los viajeros porque las chispas saltaban a raudales y uno las podía contemplar desde la ventana, normalmente abierta.
Hubo un tiempo en que era un campo de alagarrobos solitario, hoy es un lugar bullicioso: el mercado de Bonavista, en Tarragona, es digno de verse
Eran otros tiempo, claro. El viaje podía durar una hora (actualmente un coche particular no tarda más de diez minutos). El trole hacía parada no sólo en los barrios, sino en el inicio de los caminos que llevaban a las masías, donde subían mujeres cargadas con frutas para vender en Tarragona.
Uno de esos barrios era Bonavista, un nombre que le hacía honor porque la panorámica que se divisaba desde las casas era digna de un piso de lujo, aunque, por aquel entonces, el lujo estaba muy lejos de esos barrios periféricos de Tarragona. Bonavista, como los otros, creció sin parar, como también crecieron como setas las grandes superficies comerciales y las susodichas petroquímicas, hasta formar un paisaje desolador: sin avellanos, sin almendros, sin huertos y con las masías a punto de caerse. Lo único que se ha salvado han sido las puestas de sol, que, en un día ventoso, siguen tan espectaculares como siempre.
A Bonavista me acerqué yo el otro domingo por la mañana, porque lo que ocurre allí es mucho más que un simple mercado al aire libre. Bonavista ofrece un espectáculo de muchedumbres, de colores, en un descampado de 50.000 metros cuadrados que antes debió de ser algún campo cultivado y ahora se llena cada domingo con casi mil paradas. Fruta, verdura, cacharros de cocina, animales vivos -otros ya asados-, plantas, bacalao, aceitunas y sobre todo ropa y confección.
Al punto de dejar la autovía se divisaba un enjambre de coches aparcados donde buenamente podían. La cola para acceder al barrio hacía temer algún suceso extraordinario, pero todos iban al mismo sitio: al mercadillo. Mientras unos conductores buscaban con desesperación algún agujero libre, otros, que ya llevaban la bolsa llena bajo el brazo, intentaban encontrar su coche. Los que no cabían en los aparcamientos más o menos oficiales se metían por caminos polvorientos y abandonaban el vehículo bajo algún algarrobo sediento. Allí dejé el mío y después de subir a un terraplén me zambullí en la masa de gente que iba y venía entre los tenderetes.
En Bonavista se puede comprar de todo: desde una de esas pinturas que cuelgan en según qué restaurantes o apartamentos amueblados -por sólo 2.000 pesetas- hasta una paletilla de Salamanca a 3.900 la pieza. Un pavo vivo -3.000 pesetas- pasa las horas enjaulado junto a conejos, pollos y palominos con la misma cara de resignación. En otro puesto los pollos ya están asados y las familias los compran para no tener que meterse en la cocina. Por otra parte, los visitantes del mercadillo de Bonavista necesitarán horas para verlo todo. Tapices, alfombras, serpientes medio encantadas y hasta unas iguanas en miniatura que parpadean, sorprendidas del éxito de público. Está el señor de la lotería, la gitana que vende plantas de interior a precios reventados fuera del recinto, y hay, según corre la voz, la posibilidad de encontrar aquel radiocasete de coche o aquel equipo de música que un día fue robado y ahora se revende. Todo es posible en Bonavista, dicen los expertos. Lo interesante es dejarse llevar, pasear entre los tenderetes sin prisa, aceptar una manzana, un puñado de cerezas... y luego pasar al aperitivo en uno de los bares del barrio, que ese día quintuplican su actividad. Tarragona es una de las capitales europeas que disponen de más mercadillos semanales. El de Bonavista está considerado uno de los más importantes de toda España.
Me fui de allí con un kilo de cerezas bajo el brazo y la piel tan tostada como si hubiera ido a la playa. Al coche se le había pegado el aire tristón del algarrobo; polvoriento y abandonado, parecía una reliquia a punto de dar el último suspiro. Mujeres cargadas de bolsas serpenteaban entre los coches atascados, ahora para salir. Y volví a recordar la antigua quietud de esos viejos campos, mientras, camino de la autovía, dejaba atrás el bullicio de coches y gente, símbolo de modernidad y progreso.
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