Las víctimas
Un muerto en la acera es una razón demasiado tajante. Cuando la realidad se precipita por el espectáculo de la sangre, de los asesinatos, de la barbarie, es difícil escapar a su círculo de silencios, a su luz fúnebre, a la argumentación radical de las emociones. Los gobiernos con problemas suelen buscar la alianza avasalladora de los conflictos armados. Un bombardeo, la destrucción de una ciudad, la invasión de una isla, los despliegues militares por tierra, mar y aire, han sido un apoyo tradicional de las presidencias norteamericanas cada vez que necesitaron maquillar sentimentalmente las crisis sociales, los escándalos políticos o los deslices sexuales convertidos en tragedias de Estado. Resulta difícil que las palabras y el pensamiento crítico consigan abrir un hueco en la ruidosa y humeante crueldad de las armas. Si un disparo cruza el viento, el público es llamado a la adhesión, a la participación masiva en la seguridad, no a los debates políticos.
No pretendo suavizar la gravedad del terrorismo, la injusticia de los muertos, el dolor infinito de los familiares, la vergüenza social de los dirigentes y los escritores con guardaespaldas, la mezquindad de las declaraciones cómplices y la normalidad impura de los ciudadanos que miran hacia otro lado, como si no pasara nada. Pero debemos tomar conciencia de las otras víctimas que el terrorismo ha provocado en nuestro país, los espacios inútiles, los problemas sin voz, las situaciones expulsadas de la realidad. Me refiero, por ejemplo, a la política española, un ámbito clausurado gracias a las pistolas de ETA y a la infame y enloquecida figura de Arzalluz. La derecha española nunca podrá pagar la deuda que ha contraído con este falso antifranquista, capaz de generar con su cinismo y su obsesiva firmeza clerical la misma conmoción que provoca una guerra, el odio incontrolable y atemorizado de los ciudadanos. Si el PP necesitaba algo para asegurar la mayoría absoluta y acallar cualquier discusión política, el terrorismo vasco y las inclinaciones iluminadas y cómplices de Arzalluz se lo han regalado.
Víctima del terrorismo es la política española, víctimas son los pescadores andaluces, y los inmigrantes que llegan vivos o muertos a nuestras costas sin convertirse en tema de conversación, y los explotados ilegales que no pueden defender su derecho a la dignidad, y los sindicatos desactivados, y los trabajadores que sufren sin respuesta pública los decretos del Gobierno, y los habitantes de la Bahía de Algeciras que han padecido la prepotencia nuclear de los ingleses, y yo, también yo, que me muerdo las uñas cada vez que veo a Mayor Oreja, el responsable de la Ley de Extranjería, elevado como símbolo de la democracia. Por obra y gracia de las pistolas, de la barbarie de ETA y de la indignidad de Arzalluz, este país no puede recordar ninguna otra víctima, se olvida de las familias que saltan sin red en los abismos del mar, llega a aliarse con los que firman el desprecio de las pateras, la negación de los derechos fundamentales, la muerte secundaria, menor, irrelevante, de los ahogados. Gane o pierda las elecciones vascas, la derecha española ha sabido plantear una jugada de silencio y de ocultación.
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