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Señora Condesa, la cena está servida

Richard Strauss, de nuevo en el Real, en un delicioso programa monográfico. Enmarcado entre la suite de valses de El caballero de la rosa y la escena final de Capriccio,no había lugar a dudas de que estábamos ante el Strauss más nostálgico.Y ante este banquete musical volvía Felicity Lott, triunfadora en este mismo teatro (y en muchos otros) como la Mariscala de El caballero de la rosa,y destacada representante de las esencias straussianas más sosegadas, Felicity Lott es una cantante tranquila. Ama los espacios acogedores, tiene un repertorio limitado de óperas que mima con delicadeza y cultiva el lied desde la exquisitez.

Es inmediato calificar como lirismo aristocrático la forma de cantar de Felicity Lott al escucharla sumergida en la escena final de Capriccio,reflexionando y pidiendo ayuda a un imaginario espejo para encontrar un final para la ópera que no sea trivial, antes de que el mayordomo aparezca para comunicar que la cena está servida. Es aristocrática la manera de saber estar en un escenario de Felicity Lott. La forma de andar, de sentarse, la capacidad irresistible de insinuación a través del gesto, la madurez de la inteligencia, la fascinación de la sencillez. Tiene Felicity Lott un encanto marcadamente inglés, de escuela haendeliana y rodaje en esa cantera de cantantes que es el festival de Glyndeboune. Los pasos medidos -en Mozart, en Poulenc, en Britten- desembocan en su plenitud straussiana. No canta Felicity Lott como los ángeles, canta como una persona que se pregunta a sí misma con serenidad y con perplejidad sobre el tiempo que pasa. Es una cantante que transmite como pocas una sensación de cotidianidad lúcida, de compromiso con la intimidad. Y en Strauss, Lott encuentra una melancolía, una forma de decir, una sustancia seductora. Se disculpan las contadas limitaciones técnicas ante semejante derroche de buen gusto. La elegancia de F. Lott está a la vuelta de muchas tuercas. Es, a la vez, aristocrática y proletaria, utópica y profundamente humana.

Hay que dejarse llevar en el viaje lírico propuesto por esta mujer, una soprano que encandiló al mismísimo Carlos Kleiber, qué mérito. Los cinco lieder de la primera parte, desde Morgen hasta Zueignung,fueron expuestos con un suave no sé qué de voluptuosidad, la escena de Capriccio fue arrebatadora desde la manera de vivir teatralmente el personaje de la Condesa, y el embeleso continuó en uno de los Cuatro últimos liederde Strauss ofrecido como propina. Michael Boder dirigió con algo de barullo en algunos momentos la suite de valses de El caballero de la rossa, consiguió una sutil naturalidad en el preludio de Capriccio (estupendo el sexteto de cuerda) y acompañó siempre con sentido las intervenciones de la cantante. La Sinfónica de Madrid cumplió. El éxito no fue desmelenado. El circo dejó en esta ocasión su trono a la confidencia. Y ya se sabe que los climas confidenciales no suelen tener respuestas clamorosas.

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