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LA CRÓNICA
Columna
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La Floresta, ciudad sin ley

Durante años, La Floresta fue como aquella ciudad gallega de la novela La saga fuga de J. B., de Gonzalo Torrente Ballester, una población que tenía la curiosa propiedad de, al amparo de la niebla, levitar sobre las nubes y hacerse invisible e incluso inaccesible para los foráneos. La Floresta, situada a un tiro de piedra de Barcelona, aparecía en los mapas y en las conversaciones de la gente, pero pocas, por no decir ninguna, eran las carreteras que llevaban hasta ella. Por su trazado laberíntico y por la falta de un centro definido -consecuencia de sus inicios como una urbanización idílica de casas perdidas en un bosque de pinos, madroños y encinas-, La Floresta sólo se hacía comprensible y visible a los que habitaban en ella. Cuentan los viejos del lugar que era tal la peculiaridad de La Floresta, que a un revisor cachondo, en los tiempos en que se voceaban las estaciones, le dio por anunciar 'La Floresta, ciudad sin ley', cada vez que el tren se detenía en la estación. Como si estuviéramos en el Oeste, vamos.

'Toda defensa del espacio público forma parte de una posición política a favor de lo colectivo'

La Floresta siempre ha tenido fama de lugar extraño, de comprensión nada fácil. Quizá porque se extiende en las estribaciones de la sierra de Collserola, entre bosques y hondonadas, y porque fue ideada en los años diez del siglo XX como una excepción, como una urbanización de fuera de este mundo. El ingeniero canadiense F. S. Pearson, cuyo nombre estuvo asociado hasta fecha reciente al de la población -La Floresta Pearson-, ideó sobre el mapa una urbanización a la inglesa que fuera una especie de paréntesis residencial entre la superpoblada Barcelona y el industrioso Vallès. No le faltaba lógica, pero la desgracia hizo que Pearson muriera en 1915, y toda la lógica del proyecto pareció hundirse con él. La Floresta malcreció huérfana de urbanistas y de planos, en un crecimiento un tanto caótico en el que las casas fueron ganando terreno al bosque en un extraño pacto sin normas. La burguesía barcelonesa la tomó como lugar de veraneo y, de la mano de un indiano llamado Cayetano Tarruell, La Floresta adquirió unos toques de elegancia en la década de 1930, refrendados por un casino de categoría en el que se celebraban fastuosas verbenas y bailes de salón. Fueron aquellos tiempos de pérgola, piscina y tenis, pero ya quedan lejos.

Con los años, la urbanización a la inglesa que tenía que ser La Floresta fue degenerando en una caótica mezcla de casas con posibles, casas con menos posibles, caserones señoriales, pisos baratos y viviendas autoconstruidas. Una mezcla extraña que sólo parece comprensible desde dentro, pero que a pesar de todo funciona. Cuando en los años sesenta la burguesía descartó La Floresta como lugar de veraneo para irse con sus retoños al Empordà, los hippies y los jóvenes alternativos la convirtieron en un paraíso caído del cielo. Las viejas casas de veraneo eran frías y húmedas, construidas a menudo de espaldas al sol, pero en aquellos tiempos todos sabían que, con el calor de las comunas y la ayuda de una estufa, 'qualsevol nit pot sortir el sol'. La Floresta adquirió fama de lugar alternativo, y el humo de los porros pareció aliarse con la niebla de la mañana para refrendar una misteriosa tradición de levitación ya intuida en la novela citada de Torrente Ballester.

Para algunos florestanos, la inauguración de los túneles de Vallvidrera, en 1992, pareció dar el tiro de gracia a La Floresta. De repente, la población no sólo apareció en los mapas y en los indicadores de carretera, sino que se instaló en las mesas de las inmobiliarias y se convirtió en un lugar apetecible para los especuladores, a cuatro pasos de Barcelona y en un ambiente de bosques y verde muy ecológico. Las últimas noticias parecen confirmar la sospecha: cuando Valldoreix y Mirasol -los otros barrios de Sant Cugat- están ya más que superconstruidos, las miradas de los promotores urbanísticos se han posado en La Floresta. El precio del solar se ha multiplicado por cuatro y hace tan sólo unos días el Ayuntamiento de Sant Cugat zanjó por las buenas -echando la casa al suelo- un intento de ocupación por parte de jóvenes alternativos. Ante el pesimismo general, que siempre ha lamentado el abandono de La Floresta por parte del Ayuntamiento, alguien comentó con ironía: 'Bueno, por lo menos eso demuestra que, en contra de lo que se decía, los del Ayuntamiento saben dónde está La Floresta'.

Pues sí, parece que ahora La Floresta ya ha bajado de las nubes y hasta sale en los mapas. Lástima que, por lo que parece, sea tan sólo para planificar guetos de casas apareadas y para abrir el paso a las inmobiliarias. Hay ya quien habla de que se prepara una limpieza de los actuales habitantes -una extraña mezcla que reúne a viejos hippies, profesionales liberales, inmigrantes y extranjeros- para dar paso a nuevos pobladores uniformados en la estética de las apareadas. Los del colectivo El Mussol están haciendo lo posible para que La Floresta no pierda su trabajada personalidad, y para que conserve la difícil armonía lograda entre casas, florestanos y naturaleza, pero el nuevo plan de ordenación que se está preparando plantea muchas dudas. En el futuro se verá hacia dónde va La Floresta, aunque las ruinas del viejo casino, comprado hace años por el Ayuntamiento para dejarlo caer en la decadencia más absoluta, no auguran nada bueno. De seguir así las cosas, los nuevos revisores electrónicos de los trenes de la Generalitat tendrán que rescatar el viejo grito de 'La Floresta, ciudad sin ley', cada vez que el tren se detenga en la estación. Con la voz de Gary Cooper, si puede ser.

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Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de la UPC.

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