Lecturas de transición
Observo con preocupación cómo en mi entorno se va produciendo un incremento de las distancias mentales entre las generaciones que vivimos de manera intensa y directa la transición política en el país, y las nuevas generaciones que viven las consecuencias de esa transición y que sólo la conocen a través de los recuerdos y versiones de sus mayores. Me preocupa, no porque piense que mi lectura o nuestra lectura es la buena y la suya es la mala, sino por las consecuencias que ello acaba generando en relación con el valor que unos y otros damos a la democracia, a las instituciones políticas y a las reglas de juego o de convivencia. Y me preocupa, además, porque algunos de los elementos que sirven para alimentar esas percepciones y concepciones, son sin duda significativos y deberían concernirnos un poco a todos.
La concepción que ha predominado sobre la transición política española es que fue una operación modélica, un gran éxito histórico. La clave, se ha dicho, fue una reforma a fondo desde la propia legalidad franquista que permitió legalizar a sindicatos y partidos, decretar una amnistía y convocar elecciones constituyentes. Al margen de otros factores, se ha sostenido que una de las claves fue la voluntad de compromiso de la oposición antifranquista con los nuevos albaceas del posfranquismo. Se supo anteponer el establecimiento de la democracia a otras consideraciones más intensas y programáticas. Se llegó así a un pacto entre aquellos que sólo querían reformar lo imprescindible para asegurar la continuidad básica de sus intereses y la no rendición de cuentas de los años del franquismo y aquellos que aspiraban a partir de cero y establecer responsabilidades sobre los sufrimientos y atropellos padecidos. En sólo tres años se pasó de la dictadura a una democracia homologable a las europeas.
Todo eso ya lo sabemos. Muchos lo hemos vivido, otros lo han oído contar, y unos y otros vivimos en el periodo más largo de democracia que ha vivido este país. ¿Cuál es ahora el problema? Algunas de las personas con las que me tropiezo en mi actividad diaria, y diría que es gente muy sensibilizada y activa políticamente, parecen alejarse cada vez más de esa lectura oficial de la transición que entienden como engañosa, y ante ellos aparece una transición que ha acabado perdiendo oropeles y dejando a la vista mucho más la continuidad que el cambio. Es evidente que a medida que se alejan los tiempos de la dictadura franquista los activos de la democracia han de basarse en algo más que en la idea de que lo de antes era mucho peor. Las cosas van muy deprisa, los cambios se suceden con gran aceleración y lo que ocurrió hace más de 20 años resulta cada vez menos significativo.
Lo que ellos afirman, lo que ellos y nosotros percibimos, es que hoy, escudándose en una rígida concepción de la democracia y la constitución, se mantienen actitudes muy cerradas con relación a los derechos de las minorías y de los pueblos; que sólo se habla de la ley y del sacrosanto principio de legalidad en un sentido restrictivo, y que en cambio se incumplen la ley y los acuerdos cuando interesa hacerlo; o que las instituciones democráticas son poco capaces de dar respuesta a problemas de exclusión, de reconocimiento de los derechos de ciudadanía a los inmigrantes. Poco a poco nos quedamos sin transición, y ya no nos sirven las cautelas o la correlación de fuerzas que justificaron las transacciones y los olvidos. En cambio, hay quien se envuelve con la Constitución, los estatutos y las leyes para repartir cédulas de legitimidad democrática. Se inventan bandos de constitucionalistas y condenan a la caverna del ostracismo democrático a quien no comulga con sus ruedas de molino. Van por ahí sacando pecho de raigambre democrática cuando uno aún les recuerda votando contra los estatutos de autonomía o expresando dudas sobre los excesos democráticos de la entonces nueva legalidad constitucional.
Como esto siga así, deberemos desempolvar nuestros viejos textos en los que lucubrábamos acerca de la correlación de fuerzas y la ruptura democrática. La supuesta irresponsabilidad política del Rey, la utilización partidista de la Constitución, la dinámica de cercenar todo aquello que suene a alternativo o poco convencional considerándolo peligroso para la democracia, son elementos que van dejando nuestras reglas democráticas a los ojos de los jóvenes recién llegados a la ciudadanía como palancas de exclusión. No hay nada peor que volver a oír la vieja cantinela de nuestra historia contemporánea en que la Constitución se convirtió en arma arrojadiza de unos contra otros. Parecía que habíamos aprendido la lección, pero da la impresión de que la gente ha olvidado que la triunfal transición española se sostenía con alfileres y en el sentido común de quienes con cicatrices y heridas abiertas supieron entender que había llegado la hora de construir una casa común. No hay nada peor que la llegada de un nuevo administrador de la finca que, sin saber lo que costó construir el edificio, lo sienta tan suyo que quiera imponer reglas y licencias de habitabilidad con la prepotencia del nuevo rico. Me gustaría ser capaz de explicar a los recién llegados que ellos también tienen cabida, aunque les deba advertir de la fragilidad de la estructura, y decirles asimismo que por alternativas que sean sus vidas, esa es la grandeza de la casa común, el ser capaz de albergarnos a todos siempre que no queramos destruir el edificio. Pero el nuevo administrador sigue queriendo controlar lo que sucede en cada vivienda, y quiere decidir en cada caso si ello se puede hacer o no. Ante ello, me gustaría que los más jóvenes aprendieran a valorar lo que se consiguió, al margen de quien ahora lo administra. Me preocupa, sinceramente, que nuestra democracia siga siendo capaz de albergarnos a todos. Incluso a los que piensan distinto.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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