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Un jabato que se llama Pepín

Hubo un jabato que alborotó la Maestranza, la puso en pie y la dejó al borde del infarto. Se llama Pepín. La que armó Pepín, apellidado Liria, es de las que hacen época.

Le pidieron las orejas por aclamación y el presidente se negó a conceder la segunda de su segundo toro, que unidas a la obtenida en el primero sumarían tres y valdrían para abrir la puerta del Príncipe. O sea que pese a lo sucedido no hubo puerta del Príncipe y Pepín se quedó con las ganas; el público también.

El presidente que negó la puerta del Príncipe a Pepín Liria es el mismo que se la concedió dos veces a José Tomás en esta feria. Bueno -se dirá-, es que hay clases. Sin embargo, no está uno muy seguro de que sea el caso.

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José Tomás enardeció al público por su escalofriante quietud al aguantar las embestidas de los toros, pero da la casualidad de que Pepín Liria no le iba a la zaga. Con una significativa diferencia: los toros que aguantó José Tomás eran unos borregos tullidos e impresentables mientras los de Pepín Liria poseían trapío, sacaron casta brava y desarrollaron sentido.

Cierto que hay muchos espectadores a quienes todos los toros les parecen iguales, y con los presidentes debe de ocurrir lo mismo. Aunque tampoco hace falta ser muy listo para percibir la distancia que media entre un borrego tullido y un toro de casta brava. Saltaban a la arena los toros de Cebada Gago y los toreros habían de jugársela, la plaza entera entraba en tensión.

Las embestidas codiciosas a los capotes empezaban a mostrar las oleadas de emoción que se producirían durante toda la lidia. Hubo toros que se arrancaron a los caballos desde la lejanía y los derribaron con estrépito. Los hubo que en la prueba de varas dejaron la patente de su bravura o cantaron su mansedumbre saliendo sueltos.

Mas los hubo también sometidos a una intolerable carnicería, y después de embestir fijos metiendo los riñones, acababan claudicando víctimas de la mortal carioca; se marchaban abatidos borbotando sangre lomos abajo hasta la pezuña.

De todos modos lo normal fue que los toros de Cebada Gago se recrecieran en el último tercio y presentaran feroz pelea. Es la reacción propia de la casta brava. Algunos de ellos se revolvían con una enorme violencia y tiraban derrotes a las muletas o a los diestros. Otros, por el contrario, sacaron nobleza, lo cual no significa que resultaran fáciles pues al toro de casta, aún noble, hay que pisarle temerariamente los terrenos y aplicarle una depurada técnica para poderlo torear de acuerdo con las reglas del arte.

El Tato realizó una labor discreta tanto a un toro de casta agresiva como al manejable que hizo cuarto. Juan José Padilla, que banderilleó eficazmente a sus dos enemigos, derrochó valor y bulló mucho librando según podía los derrotes y las intemperancias de sus dos enemigos, si bien no se salvó del sobresalto de los achuchones y de los imprevistos pitonazos que le levantaron los pies del suelo, afortunadamente sin consecuencias.

Pepín Liria salió a por todas. Si sus toros tenían genio, él, más. Y los tomaba al redondo o al natural, embarcaba con mando, sorteaba los gañafones si venían mal dadas (lo que sucedió con frecuencia), y abrochaba las tandas echándose por delante los toros con un valor espartano.

Ansia de triunfo, honradez de torero íntegro: así se mostró Pepín durante sus emotivas actuaciones, que pusieron al público en pie y al borde del infarto. Finalmente mató defectuoso, es cierto, mas no lo hizo mejor el diestro a quien el mismo presidente concedió total franquía para la mítica puerta de la gloria.

Los tres espadas recibieron a sus toros a porta gayola. Qué barbaridad de portagayolas. Juan José Padilla a los dos de su lote; Pepín Liria a tres, porque uno, que estaba inválido, se lo devolvieron al corral y le sustituyó el sobrero. El Tato, claro, no iba a ser menos y se apuntó a la porta gayola para el cuarto toro. Tres largas cambiadas de rodillas tiraron Padilla y Pepín en sus turnos y ciñeron luego verónicas bajo un clamor de olés y de los compases jubilosos de la banda.

El toreo puro, el de arte y pellizco que dicen sólo sabe paladear el público sevillano en el marco incomparable de la Maestranza son distinto asunto, evidentemente. Ahora bien, quién lo diría viéndolo pedir la oreja con frenéticos aspavientos y grandes voces, abroncando al presidente por no concederla.

La verdad es que dio rabia que a ese Pepín valiente y honrado le dieran con la puerta en las narices.

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