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Tribuna
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Continuidad o cambio

Las elecciones vascas del próximo 13 de mayo son el resultado de una legislatura abortada e inestable, fruto del fracaso del Pacto de Lizarra de las fuerzas nacionalistas y de la consecuente política de bloques iniciada en el verano de 1998. En esta política de bloques (o de adversarios), las diferencias entre izquierda y derecha y las políticas que les son propias quedan en un segundo plano. Por el contrario, son la dimensión identitaria, que alimenta cada bloque, y su relación con la violencia terrorista o con el actual entramado institucional (constitucional y estatutario), las que actúan como catalizadores prioritarios de tal tensión política.

Ambas realidades, fracaso nacionalista y polarización, y la actual coyuntura no son entendibles si no se tiene en cuenta la evolución de los apoyos electorales de las fuerzas políticas nacionalistas y las no nacionalistas. Durante una década larga, el predominio electoral y político, si no la hegemonía, del nacionalismo fueron claros y crecientes. Si nos situamos en la arena legislativa nacional, el predominio del voto nacionalista, minoritario al iniciarse la Transición, pasa del 51% en 1979 al 59% en 1989, incrementándose de elección en elección. Sin embargo, la hegemonía se instala de forma estable desde el principio en la arena autonómica, entre el 65% de 1980 y el 68% de 1986, con un control institucional, social y económico evidente en estos años y un predominio del PNV en todo este periodo, sólo atenuado por su escisión y por la coalición con el PSE.

Como se puede comprobar en el gráfico, las cosas comienzan a cambiar a partir de las elecciones legislativas de 1993 en las que, tras la convergencia entre el PSE y EE, éste gana las elecciones en Euskadi y la correlación de fuerzas entre los dos bloques se invierte por primera vez desde 1977, gracias al reforzamiento de la competición entre los grandes partidos nacionales por la reconstrucción de la derecha. Esta tendencia se acrecienta a partir de este momento hasta invertirse completamente en el 2000 el desequilibrio anterior, gracias también al abstencionismo de EH.

Pero lo más significativo es que este nuevo patrón de comportamiento se refleja igualmente, aunque sea de forma más atenuada, en la arena autonómica ya a partir de 1994. En estas elecciones se reduce de forma significativa el desequilibrio, aunque no se llega a la inversión en la correlación de fuerzas entre ambos bloques. Sólo el espejismo de la mal llamada tregua frena esta tendencia en 1998 y 1999. El propio pacto soberanista del bloque nacionalista hay que entenderlo desde el vértigo a que tal inversión, producida ya en las elecciones legislativas, llegase también a la arena autonómica, como comenzaban a apuntar las encuestas desde 1997.

Así pues, otra clave de estas elecciones es si el desgaste o, por el contrario, el atractivo de la actual mayoría soberanista superan o no a los de la oposición autonomista; es decir, la continuidad o el cambio de la correlación de fuerzas entre ambos bloques. Continuidad o cambio que va a afectar, igualmente, al actual esquema de gobernabilidad, incluso sin producirse tal inversión. Cambio seguro de la actual política de bloques hacia una política de integración a medio o largo plazo, sea cual sea la mayoría o, incluso, si no fuese viable ninguna mayoría.

Francisco José Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política y director del Euskobarómetro en la Universidad del País Vasco.

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