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EMILIO CALATAYUD | EL PERFIL

Justicia tolerada para menores

Hay quien opina que la letra entra con besos; otros, visiblemente más líricos, que con miel y, en fin, luego están los impulsivos de toda la vida que postulan la sangre -coscorrón y zurriagazo- como el método idóneo de aprendizaje. En lo que hace a la educación y las buenas composturas ocurre otro tanto. Emilio Calatayud, juez de Menores de Granada, ha demostrado con varias decisiones ejemplares que a los niños con inclinaciones delictivas se les puede ganar con sentencias justas, esto es, sentencias para tallas infanfiles o de primera juventud. Un muchacho de 15 años que no sabe leer es, por encima de su implicación en la tentativa de un robo, una víctima de un sistema social injusto. Por eso el único castigo posible era una condena a la alfabetización.

Esta reflexión tan llena de lógica humanística lo ha llevado a las primeras páginas de los diarios. ¿Es Calatayud un juez peculiar? Depende de con quien se compare. Calatayud es juez de convicciones firmes, amable pero una voz tan enérgica que disuade al replicante. En el juzgado viste como un subalterno, camisa sin corbata y jersey de pico, aunque sus responsabilidades casi siempre se extienden más allá del ámbito de menores, donde lleva 11 años. Durante los últimos ocho ha sido a la vez decano de Granada. La primera vez fue elegido por mayoría y la segunda por unanimidad. Al mismo tiempo ha sido juez de instrucción suplente.

De hecho, el día en que los medios de comunicación daban la notica de que Calatayud había aprobado al adolescente de Benalúa de Guadix al que condenó a aprender a leer, escribir y sumar, afrontaba la guardia correspondiente al juzgado número 3 de instrucción.

La tarde anterior había acudido a levantar el cadáver de un apuñalado, y ahora atendía una entrevista radiofónica, conversaba con un periodista en el despacho, respondía las dudas del secretario del juzgado, firmaba los expedientes que le extendía una secretaría, se preocupaba por alquien a quien querían cortale el suministro del agua y daba explicaciones prácticas a una docena de aspirantes a policías que lo miraban actuar desde un rincón entre admirados y perplejos.

Lo llamativo es que Emilio Calatayud no tenía vocación de juez ni fue un niño dócil. Fue el cuarto hijo, de una familia de siete, de un juez de Ciudad Real que en realidad se dedicó a este menester un año y medio y luego se pasó a la abogacía. Aprendió a leer en Peñarroya, en un colegio de monjas en el que sólo se hablaba francés. A los ocho pasó a los marianistas, pero ni hábitos ni sotanas pudieron reparar su pereza. A los 11 batió la marca de suspensos: sólo resolvió la gimnasia.

Su padre decidió, como castigo, emplearlo durante un verano en un garaje en el que, además, estaba expuesto a la mirada de sus condiscípulos. Al año siguiente lo mandó al espeluznante centro de Campillos (Málaga), una especie de colegio en estado de sitio, con toque de queda y juicios sumarísimos.

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Quizá el garaje de Ciudad Real y el lóbrego edificio de Campillos fueron el grano del que germinaría el juez de menores. Pero eso nadie lo sabía. Ni él mismo, que preferió estudiar Icade (derecho aplicado a la empresa) antes que continuar los pasos de su padre. Sus inclinaciones se forjaron durante años de práctica.

Fue juez por casualidad. El mismo día en que terminaba el plazo para opositar a juez, Azucena, su novia, lo inscribió tras una reflexión sumaria. Ocho meses y 10 días más tarde, durante los cuales dejó en el camino una arroba de peso, sacaba la plaza. Casado, se fue a Tenerife, su primer destino, y al cabo de cuatro años aterrizó en Granada.

Corría 1984, poco antes de que saliera la primera promoción de jueces de menores y de que cursara la especialidad. Hoy Calatayud admite que trabaja en lo que más le gusta, a pesar de no ser un destino amable. A lo largo de su carrera ha debido juzgar a nueve chicos homicidas pero, lo que es más importante, ha tenido la oportunidad de aplicar los principios más humanísticos de la ley y abogar por la comprensión antes que por el castigo.

El muchacho condenado a aprendiz de mecánico y a la reclusión en un colegio inhóspito es el juez que castiga a aprender a escribir. Calatayud guarda también de aquellos años un rastro de travesura en el rostro, y unos hombros firmes que recuerdan al joven que ganaba torneos de natación. Pero fuera de estas apariencias es sólo un juez a quien, aparte de la bicicleta y el Real Madrid, sólo le importa, en el buen sentido de la palabra, hacer justicia.

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