La ciudadanía según Nixon
En algunas ocasiones, este lugar de columnas ha solido hacerse faro. Y no lo digo porque desde él se haya proyectado algún tipo de luz, sino porque a veces se ha ocupado de temas marítimos, ¿y qué puede haber más marítimo que un faro? Como quizá recuerden, aunque no tienen por qué, he hablado aquí de esto y de lo otro hablando de la Nave de los Locos, la nave va, las islas Afortunadas, la isla de la Decepción e incluso las islas Trinidad y Tobago le llamaban Trinidad. Aunque mi favorita ha sido siempre la de San Barandán, aquella isla que navegaba por los océanos septentrionales como si fuera Euskadi. Pues bien, he de reconocer que mis desvelos han sido premiados con cierto suceso de índole insular que se produjo hace unos días.
Todos los medios informativos enfocaron el proyecto de un iluminado que ha sentido la necesidad de meter en una suerte de Arca de Noé a todo tipo de especies de humanos, siempre y cuando puedan pagarse no sé si llamarlo un pasaje o una carta de ciudadanía. Porque el fogonazo de Norman Nixon consiste en aparejar un buque que sirva de ciudad flotante para unos 40.000 propietarios puedan disfrutar de camarotes-vivienda y de los muchos servicios y ofertas de entretenimiento que este Nemo a contrapelo ha querido para el siglo XXI, por no decir para las 20.000 leguas de viaje antisubmarino. Y digo a contrapelo porque el Nemo original aborrecía el género humano y por eso se apartó a las bodegas de un Nautilus donde le bastaba con sus colecciones y tal vez su reducida tripulación. De Nixon no sabemos que odie a sus semejantes pero tampoco que los aprecie en exceso, sólo podemos intuir que le gusta amontonarlos.
Lo que sí parece claro es que no se ha quedado manco bautizando, pues ha escogido nada más y nada menos que la matrícula El barco de la Libertad para dar cuerpo a un sueño que de las sentinas a los puentes trajo de cabeza a caballeros de los Siete Mares, por no llamarlos piratas de pata de palo. Pero el nombrecito también tiene su guiño tecnológico a los Barcos de la Libertad -Liberty Ships- que los americanos construían para abastecer a la Gran Bretaña bloqueada por los U2, que entonces no eran un grupo musical sino submarinos nazis. Ahora bien, lo que el nombre de marras nos enseña realmente es que se puede aspirar a la libertad pagando un precio. Y ahí estriba la auténtica revolución de Nixon. Su ciudad flotante deja de ser una utopía en el instante en que busca la perfección social mediante pago, porque lo de poder pagar ya iguala y, además, obliga. De hecho, al establecer el concepto de ciudadano-cliente Nixon habría materializado el deseo último del ultraliberalismo: privatizar el propio Estado.
Pero, ¿qué forma podría adoptar el gobierno de El barco de la Libertad? Sabemos desde Arzalluz que donde hay patrón no manda marinero, por lo que mucho es de temer que, pese a la pretendida libertad, el barco se gobierne con esa suerte de dictadura blanda. Porque si ya es difícil para una nación decidir el rumbo de su destino, qué no será decidir si la nave aproa a Pernambuco, Santoña, Puerto Príncipe o cualquier punto de la rosa de los vientos y no parece sensato realizar un referéndum por bordada. Lo que sí habrá es esa moderna reedición de la democracia directa que inventaron los atenienses y que pasa ahora por las reuniones de vecinos. Ya veo a los propietarios eligiendo -y evitando ser elegidos- administrador, quejándose de los ruidos del de arriba o sisando en la limpieza de escalera; y todo eso entre 40.000 individuos que no tienen, pese al dialecto del dinero, por qué hablar el mismo idioma. Con lo que la ciudadanía según Nixon bien podría terminar como la pesadilla de Babel, ¿o será la pescadilla, dadas las circunstancias?
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