Mucho triunfalismo
Toreo apenas hubo pero sí triunfalismo y aquello se celebró en la Maestranza como si hubiesen reaparecido Joselito y Belmonte.
Del arte de torear, un rastro, cierto porte, volutas evanescentes que también se cantaron cual si hubiese vuelto Pepeluí.
Estaba tan desaforada de triunfalismo la histórica Maestranza, que se oyó exclamar: "¡Es el sucesor de Curro!". Y de poco se viene a bajo la Giralda.
El sucesor de Curro era Ortega Cano. La pretensión del arrebatado espectador no carecía de precedentes. A Curro el público maestrante lo jubilaba en cuanto creía llegado el sustituto (Ojeda fue uno de los más sólidos candidatos); sólo que el propio Curro se encargaba entonces de destapar el frasco de las esencias y mandaba al candidato a comprar tabaco.
Se ha ido Curro y ya no puede poner firmes a los candidatos. Aunque tampoco es seguro que le valiera destapar el frasco de las esencias porque ahora se da más valor a la colonia de garrafón, y si alguien se llegara interpretando las suertes de acuerdo con las reglas del arte, hasta puede que le hicieran la peseta. Todo se ha de andar y ver.
Ortega Cano tuvo un primer toro desmochado y trastabillante -imposible de torear, por tanto-, y al público de la histórica Maestranza le traía sin cuidado. Al cuarto, inválido aunque no tanto, y noble, Ortega Cano le sacó muletazos a derechas y a izquierdas de pinturero contoneo y algunos de bien conseguida factura, en el transcurso de una faena interminable, a ratos histriónica, en la que el veterano diestro compuso los gestos y las posturas que se llevan en los tablaos.
Habría podido cortar oreja el autor y la perdió porque en lugar de descabellar, según procedía tras la estocada, se puso a pasear jacarandoso; a sentarse en el estribo en la confianza de que caería muerto el animal. Mas no cayó. Y, efectivamente, hubo de descabellar después de oír un aviso, lo que dejó el premio en una muy aplaudida vuelta al ruedo.
La gente, sin embargo, había acudido a ver a El Juli. La gente, ya se sabe, no iba a defraudar sus expectativas (ni que fuese tonta) y aclamó cuanto El Juli llegó a realizar con capote, banderillas y muleta. Que no fue mucho, francamente. Con el capote no pasó El Juli de sosón -él que hace un par de años atrás maravillaba con su creatividad-, pareó con el estilo de los banderilleros malos y muleteó aquejado de una lamentable vulgaridad.
Los alardes de valor de El Juli resultaban evidentes y se los aclamaron con pasión. Ahora bien, uno encontraría más lógico que estos valientes demostraran su valentía con toros de trapío, poder y encastada codicia; no con borregos descoordinados, tullidos e indefensos.
Los derechazos y los naturales que dio con notable pundonor El Juli al ruinoso tercero carecieron de temple. Y los que le valieron la oreja también.
El sexto se rompió un cuerno de salida al derrotar contra un burladero. No es que se tirara allá a lo loco sino que un peón lo provocó asomando ladinamente el capote. Es la segunda vez que ocurre en la feria. Saltó en su lugar un sobrero sin trapío ni fuste, y semejante arreglo hace recelar astutas componendas.
Unas tijerillas sin emoción ensayó El Juli en el quite y Ortega Cano pretendió eclipsarlo entrando a quitar por verónicas, que le salieron regular. Prendió El Juli dos pares al cuarteo, y medió en una embarullada reunión. E inció la faena de muleta mediante los clásicos estatuarios. El público, que ya estaba a cien con El Juli, hasta se puso en pie, y jaleó invadido de frenesí la poco templada faena muleta. La falta de hondura y la mediocridad interpretativa las compensó El Juli aguantando sin rectificar algunas coladas; y cuando mató de un estoconazo obtuvo la oreja, bien ganada y pedida en medio de un inmenso clamor.
Para entonces la Giralda lucía bellísima...
Participó en la corrida Enrique Ponce que casi pasó desapercibido. Pesadísimo con un marmolillo, ventajista ante un bravo toro al que destruyó el picador mediante unos puyazos carniceros. La cuadrilla de Ponce parecía tenerle manía a ese toro de trapío y su peón Antonio Tejero, al citarlo para banderillear, le gritó: "¡Vente, cabrón!". Se oyó en toda la plaza y deberían tener más cuidado. No había niños pero gente educada sí. Perpetró después Ponce un muleteo aburridísimo, y parte del público, ya harto, le pitó.
Cayó la noche una vez más en la feria. Y hubo como un soplo de magia venido del horizonte: la Giralda emergía iluminada por encima de los ocres tejadillos; y se recortaba sobre un cielo sobrenatural, color añil, que parecía pintado por los ángeles.
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