Una macedonia sin fin
'De aquí no me echa nadie', parecía decir con su mirada. Era una de las muchas personas, jovencita esta para más señas, que en la noche de Sant Jordi seguían uno de los primeros macroconciertos de la temporada. Actuaba..., ¿quién? ... ¡Ah sí!, un Lluís Llach que enfatizaba la letra del Metamorfosi de Gossos, con quienes compartía escenario el cantautor, y pese a que la canción no tenía marcha, no había nadie capaz de parar el entregado disfrute de la joven. Como ella había muchos más, unos 10.000, quizá más, y todos ellos apuraban un concierto que celebraba los 25 años de un diario que ellos ya se encontraron en la calle al nacer.
Se lo recordaron una y otra vez los varios presentadores del acto, quienes con su terca reiteración acabaron por insinuar que ser joven y no haber estado en esto de la vida hace 25 años era poco menos que un punto débil en la biografía de la asistencia. Claro, lo que los presentadores no olvidaron es que si la celebración hubiese tenido que ser un éxito gracias a la presencia de los que sí estaban hace tantos años, la noche del Sant Jordi no hubiese sido precisamente un éxito, pues los únicos que sobrepasaban esa edad ostentaban cargos de importancia y estaban ubicados en las localidades para esos a los que se considera vips. Pelillos a la mar. Los mayores seguían el espectáculo mirando el reloj -'es ya la una y mañana tengo una reunión a primera hora'-, y los otros, la mayoría, se habían olvidado de que al día siguiente sería martes y las rosas ya comenzarían a marchitarse.
También los músicos se olvidaron de que el día siguiente era laborable, pero ya se sabe que los músicos se rigen por otro calendario, por cierto, no por distinto mejor. A ellos, a todos ellos, se les veía felices sintiéndose salsa en aquella gigantesca macedonia de frutas organizada en el Sant Jordi. Allí se podían juntar pimientos y fresas, melones y sardinas, pop y folk, rock y electrónica, canción de autor y pepinillos. Todo valía porque la intención del acto perseguía romper esos compartimentos estancos en los que el mercado ubica a cada artista, de forma que ya era gozoso en sí mismo ver juntos a un Pau Riba que apenas recordaba la letra de Quins ous mientras intentaba cantarla con Lax'n'Busto. Era igualmente chispeante ver a Manolo García con la Bonet, comprobar cómo el cantante se dejaba llevar por los aires griegos de Per Hipòcrates, ver con qué chulería hablaba Loquillo del rock en español ante un público parte del cual se ponía a gritar independencia a la menor oportunidad...
En fin, que fue una noche de intercambios y cruces, una noche en la que el protagonismo recayó en un montón de artistas que se pusieron a sumar, operación en la que les dieron las cuatro de la madrugada. Los últimos, costumbre obliga, fueron los disc jockeys, precedidos por un An Der Beat que hizo una versión más o menos techno de La gallineta. Para aquella hora apenas quedaban adultos con obligaciones susceptibles de alarmarse ante el cariz que toma la música que consumen sus hijos. Ellos, los que no estaban aquí hace 25 años, sí estaban a esas horas en el Sant Jordi.
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