Semana Santa: limpiar la cera

Han transcurrido ya unas fechas desde la Semana Santa y permanece un recuerdo imborrable: la cera untada en los pavimentos de las calles.

Basta poner un poco de atención para observar resbalones y tropiezos que provocan, en el mejor de los casos, no pocos riesgos de lesiones. He comprobado, sin considerarme un testigo privilegiado, varias caídas e incluso presencié la llegada a su hotel de un turista con una aparatosa escayola después de ser otra víctima de este arriesgado residuo.

Esa peligrosa capa grasienta provoca que los coches chirríen para estupor de los extraños ante el fenómeno y para delicia de los frustrados conductores de rallies. Ante tal espectáculo de derrapes, ríanse de los efectos de sonido de la mejor teleserie policiaca. Dignas son de admirar las maniobras en pro de la verticalidad de las motos y pedaleantes, que llegan a provocar el deleite de aficionados circenses.

No entiendo los motivos por los que siguen estando en el pavimento estos restos. Tampoco comprendo que las ocasionales operaciones de limpieza se limiten a no se sabe qué tránsito de capirotes por calle. ¿Acaso un menor número de nazarenos no deja la cera suficiente para aconsejar igualmente su recogida? Este cicatero sistema es como exigir una cantidad imprescindible de papeles, botellas, latas y porquería en el suelo para que los vecinos merezcan su servicio de limpieza.

Si la excusa para no limpiar la cera es el coste, me permito sugerir que se recabe la ayuda de ese principio tan de moda en Europa: 'el que contamina paga'. O: 'el que la tire, que la recoja'. Deposito toda mi esperanza en ese exitoso centro coordinador de emergencias, o como se llame, y ruego que no nos deje abandonados a nuestra suerte con estos obligados ejercicios de equilibrios a los que quedamos condenados.