El señor de los libros
No conocía a Luis Racionero, pero ha sido un placer. Sabía de su apreciable carrera como escritor y de su encomiable empeño en suavizar los modos del partido político al que es afín. Su bagaje helénico ha aportado una pátina de clasicismo, muy de agradecer, que ha permitido a mucha gente poder mirar a la derecha gobernante sin sentir el destello cegador de su antigua ferralla ideológica.
Sigo sin conocer al nuevo director de la Biblioteca Nacional, pero después del episodio de su presunto plagio, a propósito de la Atenas de Pericles, mi admiración y mi reconocimiento a su persona han aumentado muchos enteros. Porque si la labor del intelectual ha de ser apreciada en sus justos términos por su capacidad de alumbrar verdades, su caso ha estallado como una bengala, proyectando luz sobre la realidad del libro, la entidad de los intelectuales y el tamaño moral de la política. Bien podríamos decir que, aun teniendo mucha carrera por delante, ésta puede ser su obra magna.
Fue precisamente en la Atenas de Pericles, sobre la que Racionero no se siente en condiciones de escribir pero sí de copiar, donde se gestó una corriente de pensamiento favorable al 'gobierno de los sabios' que, si bien ha dejado huellas muy livianas en el campo de la política, ha permitido a los intelectuales de todas las épocas gozar de una influencia en la vida social, reconocida así por reyes como por villanos. Hoy la única aristocracia que se tiene de pie es precisamente la de los hombres de talento, y si se transige con el despotismo de los ilustrados es porque se les supone libres de las ataduras terrenales, avanzados del conocimiento, último reducto del pensamiento crítico en sociedades como la nuestra. Se aprecia en ellos el valor, que es virtud individual -se habla de valentía o cobardía intelectual-, y desmerecen, en cambio, cuando actúan como casta.
Este episodio plagiario ha venido a liberarnos en gran medida de esta esclavitud consentida con la que el ciudadano común se somete a la aristocracia pensante. Pues, si bien en un primer momento uno siente cierto espanto al conocer que al frente de la Biblioteca Nacional puede haber sido colocado un falsario, estremece mucho más la naturalidad con que la clase intelectual, incluida la periodística a ella perteneciente -si bien en niveles menestrales-, ha asumido este caso de plagio. O bien la apropiación indebida es un delito distinto según la naturaleza de quien lo cometa, o bien el plagio es una peste en este país y todo lo que se escribe es plagio.
Si estuviéramos en la hipótesis primera, el sentido común nos llevaría, en todo caso, a ser más condescendientes con quien se apropia de lo ajeno por necesidad que con el que lo hace porque así se le acomoda, pensando que su condición se lo permite. Salvo matar al autor, ¿qué pecado mayor puede cometer un escritor contra otro y contra los lectores sino el de apropiarse indebidamente de su obra? Si, por su generalización, el plagio se hubiera convertido en España en un pecado venial, sin más relevancia que una trampa en una timba, el hecho de que la sospecha de apropiación indebida recaiga sobre el director de la Biblioteca Nacional bastaría para convertir en políticamente venal lo venial.
Lejos de ser así, las primeras declaraciones del autor se inclinan justamente en la dirección contraria. No es que no reconozca el fusilamiento del texto de Gilbert Murray incluido en El legado de Grecia, sino que, en un abuso ventajista, se saca un palabro justificativo: lo mío no es plagio, es 'intertextualidad', dijo Racionero cuando le preguntaron. ¿Inter qué? Amigo mío, queda usted detenido: un intelectual no puede jugar con las palabras en vano. Es como si a un boxeador se le permitiera ir repartiendo crochets por la vida por un quítame allá esas pajas. No sólo trata de justificarse, sino que inquiere al periodista: '¿Me va usted a denunciar? Me da un poco de risa que me llame ahora a los ocho años de que saliera el libro'. Es como si un delincuente recriminara al policía que le va a detener el tiempo que ha tardado en hacerlo.
Evidentemente que saltar a la escena política en lugares de privilegio expone a quien lo hace a nuevas miradas, y hay una alta significación política e intelectual entre el delito del que se le acusa y el cargo para el que ha sido nombrado. Pero la política no da para más; la ministra de Cultura lo ha dejado bien claro, y ha extendido una patente de plagio que alcanza a directores de la Biblioteca Nacional e incluso a premios Nobel bajo sospecha. Y la intelectualidad vaga ausente, exhausta de darle caña a Ana Rosa Quintana por haber encomendado tareas de intertextualidad a un negro sin pedigrí, cuando el negro con patente de premio tiene nombre de escalador y podría ser asociado con los espárragos de una localidad ribereña del Ebro.
Ha sido la ministra de Educación quien unió la suerte de Cela y Racionero en este confuso asunto del plagio y los libros. Ha estado, por cierto, muy oportuna, porque algo grave debe de estar pasando en este país cuando todo un Nobel y un alto cargo del ministerio -ambos de meritoria carrera, aunque de muy diversa talla- aparecen envueltos en denuncias que enturbian la imagen del libro, proyectando sombras sobre los premios literarios y el cocinado editorial. (A propósito de cocina, éste y otros episodios nos han permitido descubrir que lo que se lleva es el libro al microondas, es decir, el precocinado).
Sabíamos que el libro, tras siglos de expansión imparable, se enfrenta a un enemigo de fuerza descomunal: el monstruo audiovisual que se alimenta de papel impreso, pero desconocíamos que el caballo de Troya estuviera infiltrado en las editoriales y en las instituciones, con la complicidad de gobernantes, autores, agentes literarios y quienes forman parte de jurados amañados que escenifican votaciones emulando el método Goncourt o el que les venga más a mano. Se cuenta en Madrid que así se falló hace poco un premio recaído en una obra que entró fuera de plazo e incompleta, pero que tenía el estigma del éxito: era obra de encargo. Se cuenta incluso que algún miembro del jurado, desmayado de vergüenza, no se repuso para cuando el fallo se anunció a la prensa, ni tampoco en la fiesta de entrega del galardón.
Insisto en la idea de que hay que estarle agradecido a Luis Racionero, pues tanto sus explicaciones como las excusas que ha suscitado nos redimen también de la mala conciencia de irse a la cama sin leer un libro. Ya nos basta con leer libros originales, y, a lo que se ve, cada vez quedan menos. Lo ha declarado Racionero: sobre Atenas de Pericles está todo dicho, y él no está dispuesto a ser original a costa de decir cosas raras o disparates. Qué razón tiene. Lo que no se entiende es por qué acepta el encargo y no se dedica a exprimir su talento en libros originales, o, en el peor de los casos, en echar unas peonadas en la construcción o en la recogida de la fresa en Huelva, donde falta mucha mano de obra. Y conviene recordar que, entre la vacuidad y el silencio, hay sitio en la historia de la literatura para grandes escritores de poco más de una obra, como demostró Juan Rulfo.
En cualquier caso, vaya por delante nuestra gratitud como lectores, pues nos ha aliviado la carga y sabemos que, en caso de duda, siempre nos quedarán los clásicos. Pero ¿qué pensarán de todo esto los autores que tienen algo que decir, o las editoriales serias? ¿Con qué autoridad ejercerá su papel de notario mayor del libro y guardián de la integridad de las obras publicadas? ¿Podrá pronunciar palabra alguna a favor del fomento de la lectura, alentando a los medios de comunicación en la promoción del libro o pidiendo esfuerzos fiscales a favor de la industria editorial? Creo que, junto a las aportaciones antes señaladas, estas pequeñas dudas justificarían su dimisión o, cuando menos, su destitución. Pero ¿por qué él y no alguien que le antecedió en el cargo, sobre el que recayó otra acusación de plagio y, pese a ello, permanece muy digno en más altas responsabilidades culturales?
Lo que nunca podremos perdonarle a esta plaga de supuestos plagiarios es el mal fario que tienen, porque van a acabar con la buena disposición de la pareja gobernante hacia la promoción de la cultura. Se comprende que, ante tanto sobresalto, el presidente del Gobierno prefiera coquetear con Azaña, Machado, Lorca o Cernuda. Son del otro bando, pero son de fiar, y además no piden nada.
Dejando a Camilo José Cela en la paz de su Nobel, no deja de ser una contrariedad la mala suerte que el matrimonio Aznar tiene con los escritores. El otrora director de la Biblioteca Nacional, Luis Alberto de Cuenca, y actual secretario de Estado de Cultura -mantenedor, por demás, de las justas florales de los viernes en La Moncloa, donde recita y escucha- resultó acusado de pecado de intertextualidad en relación con la Historia de la piratería de Philip Gosse. Defendióse y no hubo nada.
Tras el fugaz paso de Jon Juaristi por el cargo, la dirección de la Biblioteca Nacional le ha tocado en suerte a Luis Racionero, otro miembro del club cultural-deportivo de los viernes de La Moncloa e introductor de José María Aznar en los secretos de Josep Pla, por cuyo territorio le acompañó en un viaje memorable. Otro intertextualizador distinguido con un alto y significativo cargo. Que no desespere Ana Rosa Quintana, cuyo libro Sabor a hiel, el día de su presentación en sociedad, se honró con la presencia distinguida de Ana Botella. La llamada 'segunda dama' ni olvida ni ha caído en desgracia, y sigue mandando mucho, que se sepa. Así que, a nada que se mueva el árbol, podemos ver a la presentadora de más éxito de las tardes encumbrada a las máximas responsabilidades en la Biblioteca Nacional. En su caso lo celebraríamos.
Por lo demás, creo en los gobernantes que tienen escrúpulos, en los que tienen límites morales y saben que no vale cualquier cosa con tal de conseguir un objetivo. Es preferible trabajar permanentemente a morir de éxito, pero también de asco. Eso es una política que tiene límites morales, y gobernar también tiene una carga moral. Diré más: respeto fundamentalmente el esfuerzo continuado, que en gran medida es la expresión de la tenacidad. Yo respeto mucho a la gente que ha sido capaz de ganarse lo que tiene, la que ha salido adelante con su trabajo; y tengo menos consideración intelectual por la gente a la que le han dado todo hecho.
Viene el párrafo precedente a propósito de la intertextualidad. Sólo que el autor de este artículo no pretende atribuirse la autoría. Fueron localizadas en un servicio de documentación por un negro eficaz cuyo nombre, como exige la acreditada práctica de la negritud literaria, debe permanecer en el anonimato. Y tienen autor reconocido: se llama José María Aznar. Son palabras que en su primera mitad corresponden a la campaña electoral de 1993; el resto son declaraciones del presidente del Gobierno, publicadas en el diario El Mundo del pasado 29 de diciembre. Se supone, por tanto, que lo declaró el día de los Santos Inocentes, dicho sea en su descargo.
Daniel Gavela es periodista, director de la SER.
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