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Columna
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De la promiscuidad

Josep Ramoneda

Días atrás, en un acto del Fòrum 2004 -pero podría haber sido en cualquier otro acto-, tuve tiempo, mientras se iban desgranando los discursos de rigor, de constatar una vez más la facilidad con la que se declinan tópicos como la diversidad, el diálogo o la cultura de la paz. Hay palabras benditas que parece que sitúan inmediatamente al que las pronuncia del lado de los buenos, de la gente solidaria y virtuosa. Lo importante es repetirlas muchas veces, porque si nos entretuviéramos en pensarlas correríamos el riesgo de encontrarles sus contradicciones, de ver lo fácil que es llenarse la boca de occidental solidario -u oriental, que el cinismo inocente o culpable no conoce fronteras- y empezar a dar lecciones urbi et orbi. Hay profesionales reconocidos de esta función, como el Papa y el Dalai Lama, que con estos discursos mantienen más o menos boyantes sus negocios.

El debate entre culturas es un concepto extraño a la cultura. El verdadero diálogo cultural es entre individuos, no entre sujetos colectivos. Tal vez convenga sustituir la idea de mestizaje por la de promiscuidad

Afortunadamente, el alcalde Clos pinchó el globo: 'El diálogo entre culturas no es ninguna garantía de la paz', dijo en un arrebato de sentido común que sobresalió en medio de tanto discurso plano. Se podría añadir que el diálogo entre culturas cuando se presenta como tal tiende a ser más preludio de la guerra que promesa de paz. Y se podría precisar que los diálogos no se hacen entre culturas, sino entre personas. Lo cual no es una precisión menor. Es la diferencia del que habla desde el yo -única posición intelectualmente respetable- respecto del que habla desde el nosotros -que está asumiendo siempre una cierta dosis de impostura.

Cuando alguien se sienta a hablar en nombre de una cultura con otro que habla en nombre de otra cultura, no habla desde el yo, sino que está asumiendo un nosotros que no le pertenece. El debate entre culturas es una idea extraña a la cultura. Es heredada de la religión y de la política, las dos figuras que históricamente han intentado colonizar, controlar y capitalizar la cultura. La relación entre religiones ha tenido y tiene a menudo los colores de la guerra. Basta darse un paseo visual por el mapa de los conflictos del mundo para darse cuenta del papel atizador de fuegos que las religiones desempeñan en casi todos ellos. El proceso de civilización acabó imponiendo el principio de tolerancia, que consistía en reconocer al otro por el sistema de perdonarle la vida, es decir, dejando muy claro que la tolerancia no es más que una concesión. Todavía hoy, de Kabul a Argel pasando por Oklahoma son muchos los que creen que el infiel está mejor muerto que vivo. En cualquier caso, el representante de una religión lleva la verdad o el pueblo de Dios, o las dos cosas a la vez incorporadas, lo suyo es hablar en nombre de algo superior, en nombre de todos.

Distinto es el caso de la política. Los Estados inventaron un lenguaje para relacionarse entre ellos, más allá de la guerra: la diplomacia. Sobre este lenguaje se tejieron las relaciones internacionales, se pararon guerras y se dispararon otras. De cualquier modo, estableció algunos códigos de relación que permitieron que la evaluación de fuerzas reemplazara al uso de la fuerza en las relaciones entre Estados. Es un lenguaje hecho de eufemismos y sobreentendidos que ritualiza las relaciones de poder y desigualdad entre Estados. Anticipa la conquista con la claudicación, normaliza la derrota con el tratado de paz o, simplemente, organiza las normas de sumisión entre Estados fuertes y débiles sin que la sangre llegue al río (lo cual no quiere decir que no se produzcan inundaciones de hambre y miseria).

La cultura es otra cosa. La cultura no puede partir de la tolerancia, sino del reconocimiento del otro. La cultura no tiene la verdad, sino que la busca. Y la cultura no se representa. El diálogo cultural es diálogo entre personas, porque si definimos una cultura en términos cerrados ya no estamos hablando de la verdad y la belleza, sino de los cánones y de los distribuidores de patentes de legitimidad. En los últimos siglos vimos el desplazamiento de las religiones a las ideologías como formas de encuadramiento. Las ideologías llegaron a ser verdaderas religiones laicas. En la llamada crisis de las ideologías -que no es tal, pocas veces el mundo ha estado tan encuadrado ideológicamente-, no cometamos la insensatez de confundir las ideologías con la cultura (que es una de las trampas características de los nacionalismos).

Y sin embargo, es lo que está de moda: ha generado el lustroso nombre de multiculturalismo y está cabalgando por Europa proveniente de las universidades americanas. ¿Los europeos vamos a comprar la moto una vez más? Tenemos en el seno de Europa uno de los ejemplos más evidentes de hasta dónde puede llegar el disparate multiculturalista: los Balcanes. Porque la lógica multiculturalista que consiste en reconocer no la pluralidad de una sociedad, sino la multiplicidad de identidades culturales, tiene su concreción máxima cuando las piezas del puzzle deciden separarse. Lo que era una realidad compuesta y múltiple se reduce a una serie de compartimentos estancos radicalmente enfrentados. E insistimos en el multiculturalismo y, como gran concesión, aparece el equivalente de la tolerancia: el mestizaje. El mestizaje junta identidades étnicas significativamente distintas; es decir, consagra la irreductibilidad de las diferencias.

Un par de días antes de sufrir esta enésima entrega de la cadena de tópicos sobre la diversidad, el diálogo y la paz, oí a Iván de la Nuez, que en su último libro critica profundamente al multiculturalismo en sus dos acepciones, la identitaria y la genérica. 'Yo prefiero la promiscuidad al mestizaje', decía. La promiscuidad no pregunta a qué perteneces ni de dónde vienes, el mestizaje sí. Tiene razón De la Nuez; en este sentido, el Caribe va por delante.

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