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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Mártires de la modernidad

A veces, cuando los muertos en accidente de tráfico sobrepasan lo soportable, parece que la única reacción posible es llevarse las manos a la cabeza. O rasgarse las vestiduras. O pensar que los ciudadanos vamos en coche para saciar una innata tendencia al suicidio. Son, probablemente, tentativas (fallidas) de mostrar el creciente estupor contemporáneo. Pero todo es relativo. ¿A quién le preocupará averiguar si hay alguna razón para que la gente se mate por las carreteras si el Gobierno responsabiliza directamente a la meteorología, que es como traspasar los muertos a la fatalidad?

¿Quién se horrorizará de que éste sea el país europeo con más y más graves accidentes y pensará, con evidente malevolencia, que conducir -y producir coches y tener carreteras en condiciones- también es un signo de inteligencia? ¿Quién, en suma, verá en esos muertos y en esos parapléjicos -y también en los atascos- la más cruel metáfora del caos contemporáneo e intentará hacer algo para organizar mejor la convivencia?

¿No es cierto que ya no importa mucho que haya un muerto más o menos un domingo cuando en África se buscan barcos cargados con niños esclavos y luego nadie los encuentra? ¿Y si esos muertos de domingo también fueran una fantasía inventada por cualquier ONG desestabilizadora? ¿Quién ignora, a estas alturas, que circular por carretera es un constante riesgo o que todos los que van en coche tienen ese ambivalente sentimiento de hacer lo que hay que hacer sin dejar de sentirse culpable ni un solo segundo? ¿No es el automóvil, ahora mismo, una ambigua promesa de felicidad y de muerte, una promesa de ese placer máximo que es la velocidad junto a ese crimen máximo que es no seguir las normas colectivas que limitan la libertad?

¿No somos todos, conductores y viajeros, sospechosos por el mero hecho de subir en una de esas máquinas fabulosas? ¿No resulta que al descubrir la zanahoria también aparece, inmediatamente, el palo? ¿Qué mundo podría ser hoy feliz sin coches y sin sus correspondientes muertos, atascos o policías que miran siempre a los ciudadanos como infractores? ¿Qué gobernante renuncia a solventar el asunto con fáciles sanciones indiscriminadas -15 multas bastarán pronto para retirar el carnet de conducir- en vez de esforzarse en hilar más fino? ¿Y qué pensar de unos ciudadanos acaso indiferentes ante la muerte en movimiento, pero obsesionados por acudir al médico a la mínima alteración de la salud? ¿No es, en fin, todo esto una consecuencia clara de nuestro excelente nivel de vida?

No parece, pues, muy fácil deshacer tantos equívocos y hacer que los síntomas descritos se interpreten como los propios de una sociedad enferma o, en el mejor de los casos, mal educada. Bastaría, seguramente, con mejorar algo la educación de todos, empezando por la de quienes organizan la educación y se convierten en nuestros modelos. ¿Un ejemplo sencillo? Dejar paso al coche de atrás cuando éste pretende hacer un adelantamiento en vez de ignorarlo o impedir el paso. Pero eso tan tonto y habitual en los países europeos parece resultar imposible entre nosotros: ¿el de atrás?, que se fastidie, ésa es la norma. Claro que los ciudadanos no hacen más que reproducir, en sus actitudes, los modelos que se les proponen. Y la falta de respeto al prójimo es la brújula del individualismo hegemónico que el vértigo de la velocidad potencia hasta la muerte. Como en una tragedia de Shakespeare, el crimen está en el ego desbordado inútilmente.

Quizá los muertos del fin de semana no son otra cosa que héroes, mártires, o santos de la modernidad. Sería una pena, en cambio, que fueran los santos de la tontería, de la incompetencia o del desprecio de la convivencia. ¿Quién puede saberlo?

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