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Columna
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La moda y los campeones

Comparto la felicidad de los campeones. Noticias desde el Millenium Centre de Vrsac, Yugoslavia, frontera con Rumanía, por la Alameda Principal de Málaga, en la radio de un taxi: el Unicaja ha ganado la Copa Korak de baloncesto. Esquivamos motoristas, dos en cada moto mínima, efervescentes: la alegría llama a la alegría a bocinazos y voces, no acata normas, se desboca, y el que no se desboca es sospechoso. Albolote, Albolote, maricón el que no bote. Enhorabuena a todos, a mí mismo, pero, enclaustrado en el taxi, medito si, incluso en estos casos de gloria, es legítimo olvidar las reglas del tráfico. El más fiel y prestigioso grupo de seguidores del Unicaja se llama Peña Tito Paco, y, no sé por qué (¿porque Tito Paco llaman cariñosamente los ultraderechistas de Málaga a Franco?), aquí hay quienes creen lo que desmienten los peñistas: que Tito Paco celebra a Francisco Franco, socio de Hitler y fundador del antiguo Nuevo Estado español. Pero en Vrsac pueden haber pensado que los malagueños homenajean a Tito, guerrillero contra Hitler y fundador de la nueva y extinta Yugoslavia.

Y, de pronto, dentro del taxi, veo la fiesta de los campeones como un episodio de un fenómeno persistente, progresivo e infeliz: la desaparición de la frontera entre el espacio mío y el tuyo, entre el espacio individual y el espacio de todos. Esta agitación multitudinaria es hermana del coche zumbador que acaba de pasarnos, equipado con amplificadores de una potencia superior a la que necesitaban los Beatles en sus conciertos de 1965. Ahí va el coche-disco con las ventanas abiertas, regalándonos su euforia musical, bum, bum, bum, gracias por la música, música para todos. ¿Nos dejará oír el coche-bombo la serpentina sonora del teléfono móvil, en el autobús o en el bar o en el cine? Qué alegría de teléfono: nada de un pitido timorato, aviso en caso de urgencias, sino un verdadero mambo, o Verdi a ritmo de mambo electrónico. Todo el mundo es mi casa, dice el amo del coche y el teléfono musicales, aboliendo el espacio común, en absoluta libertad personal, o en un inmenso patio de cárcel donde todos paseamos con chándal y móvil en la mano.

Otra última moda (y en las modas hay un aviso de lo que será el mundo futuro) es maldecir a los políticos. Hasta los políticos maldicen a los políticos. Leo en estas páginas la opinión de un lector de Cádiz, Agustín Pereira, que señala la mendacidad de los políticos, de entre los que parece excluir al presidente Chaves: los mentirosos son los políticos del PP. Leí un día antes un artículo de Manuel Seco Gordillo, que ve a los políticos como oportunistas irrisorios: Chaves, por ejemplo, patético demagogo chabacano; según Seco Gordillo, que entiende que Loyola de Palacio defendió lo andaluz con agallas, y pone como ejemplo de rigor constructivo y razonable a Arias Cañete, ministro de Agricultura. Políticos son los adversarios, no los nuestros. ¿Habrá que acabar con la política? Porque la política es reconocer la existencia del adversario: la divergencia entre distintos grupos, intereses y tradiciones. O así lo leo en un buen libro de hace 40 años que vuelve a ser editado ahora: En defensa de la política, de Bernard Crick.

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