Viva la República
A la espera de ver cómo nos montamos una fiestita del libro para paliar nuestra falta ancestral de orgasmo lector -país éste que no lee para nada, pero habla mucho de libros-, una decide burlarse de las efemérides y hablar hoy de la República, justo cuando ya no toca. Confieso que lo pensé, que ese 70º aniversario tan bonito me tocó mi almita de republicana irredenta y casi caí en la tentación. Pero no. Y no por la tentación, sino por la trampa. Somos tan pillos con nuestros miedos y demonios que para no morir de culpa, casi morimos de liturgia, y así dedicamos un día al año a pensar en lo que no nos atrevemos a pensar. Como si fuera la reserva de indios de nuestra conciencia, la excusa de una fecha nos excusa para no pensar seriamente en lo pensable. En lo necesariamente pensable.
Así que no hablaré de república porque un día hubo una y una vez cada 70 años se produce el 70º aniversario, sino porque la necesidad de hablar de ello nace de las propias necesidades del pensamiento, y una intenta alimentar el estómago de las ideas para no sucumbir de inanición. Lo republicano, ¿forma parte de ese nuevo paradigma que tiene que ser la España reinventada? Pongamos las previas sobre la mesa: mañana no vamos a implantar la república, ni los que estaríamos por la labor, y por tanto éste no es un debate de objetivos, sino de ideas. Por supuesto, a pesar de lo lindos que quedarían algunos Borbones en la cola del Inem, tampoco es un debate sobre la Institución. Para mí representa un acto de reivindicación democrática, necesaria a causa de una triple castración: la negación de la memoria, la desvalorización de su significado y la absoluta falta de pensamiento crítico respecto a la Monarquía. Es decir, asentada en las incómodas posaderas que la vieron nacer, la Monarquía actual ha necesitado toda la vaselina mediática, toda la sordina periodística y todo el halago beatífico que ha podido acumular. ¡Y vaya si lo ha tenido! Tanto que veintitantos años después de su recuperación -algún añito más que la democracia, pero pelillos a la mar-, aún hoy sobre la Monarquía no existe información, sino fotomontaje, tan lindos, tan jinetes, tan modernos, tan amantísimos, tan simpáticos, que una acaba pensando que esta gente no defeca, sino que ilustra el lavabo.
¿Cómo hemos llegado a esta situación de cero crítico respecto a una de las instituciones que conforman el siempre mentado Estado de derecho? Y el susodicho, ¿se lo puede permitir? Es decir, con mayoría de edad, que hasta carnet de conducir ya tiene nuestra democracia, ¿es comprensible este servilismo bobalicón, inmaduro y notablemente estúpido que continuamos practicando? ¿O es que aún, respecto a según qué, se oyen ruidos lejanos de sables? ¿Tenemos así de machacado el subconsciente, tan guapines que nos habíamos vuelto?
Este es, pues, el primer valor republicano que urge incorporar a nuestra democracia monárquica: el derecho a preguntar, criticar y hasta a reírnos de la Monarquía. No pondré ejemplos de otras sociedades, pero me parece indiscutible que la total falta de pensamiento libre respecto a la Monarquía es una burla que hacemos a la democracia. Incluso se la hacen los que están a favor de la Monarquía. ¿O es que la democracia no tiene que estar por encima del tipo de instituciones que la estructuran? Reinar, colegas, no puede significar, en conjugación democrática, venerar la reliquia del santo. Al fin y al cabo, reliquia sí, ¿pero santa?
En paralelo a todo este proceso de beatificación de una institución pública, se ha producido, y no por generación espontánea, un proceso de abducción de la memoria histórica en una doble línea: borrar del mapa todo lo que significó la República; borrarlo todo, excepto una musiquilla insistente, dejada ahí casi como ambientación que nos va machacando lo mala que fue, lo caótica, lo culpable que fue de la barbarie que nos enfrentó. Lo explicaba Antonio Elorza, aquí mismo, en un loable artículo. Es decir, a pesar de recuperar la dignidad colectiva, la democracia no ha recuperado su dignidad memorística, de manera que ha castrado su propia historia, la ha distorsionado y ha reinventado su pasado para poder acomodar sin sobresaltos las miserias de su presente. El pacto de silencio de la transición se nos muestra así como lo que realmente fue: un pacto de silencio sobre los derrotados. Y así hemos creado esa generación de incultos que creen que la República fue el caos que obligó a la salvación nacional, y nada saben de los derechos que conquistó, de los servicios sociales que prestó, de lo mucho que innovó. ¡El único intento de sacar a España de la Contrarreforma! El único, y se lo zampó la Contrarreforma de un bocado. Sobre la negación de la historia, pues, hemos asentado la loa monárquica.
Esta es mi reflexión como republicana en un país de corte monárquico. A la espera de lo razonable, como sería pasar la Monarquía por las urnas y alguna otra cosilla menor, me parece indiscutible que los valores republicanos tienen que conformar el Estado de derecho, al margen de quién sea el jefe de Estado. Y un valor republicano innegociable es la libertad, libertad de prensa, de expresión, de crítica, libertad, ¡ay!, de pensamiento. El otro valor necesario es el de la igualdad. Parece irrisorio hablar de este concepto respecto a una institución que posee derechos de cuna, pero se puede. Se puede entender que una sociedad decida -si lo decide- ser representada por una Monarquía. Pero no se puede entender en democracia que la Monarquía esté por encima de control. Y sí, queridos, lo está.
¿Cataluña? En lo republicano, tan bien como en Soria. La misma docilidad, la misma desmemoria, la misma castración. Quizá hasta más encantados, que en Cataluña siempre somos más de todo, especialmente en genuflexiones. En fin, ¡viva la Pepa! Cuando vivió tocamos sueños que hasta entonces no habíamos soñado. Pero cómo vamos a saberlo si los derrotados no pierden la historia: ¡desaparecen de la historia!
Pilar Rahola es escritora y periodista. Pilarrahola@hotmail.com
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.