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VISTO / OÍDO
Columna
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Confesión

Creo que fue aquella tortura y muerte larga y crudelísima la que me hizo odiar la barbarie. No fui católico más que forzado y con miedo los cuatro días de párvulo asustado por sus monjas enormes y azules; hice una primera comunión obligatoria y falsa, y fue la última. La segunda que me obligaron, en el servicio militar, pude zafarme, aunque no de una confesión brutal del capellán, que me hizo detestar el sistema corrupto. Pero aquel hombre azotado, humillado, alanceado y muerto, cuyo dolor se ha celebrado en jolgorio gastronómico y sexual, alcohólico y desnudista, me movió algo que no ha cesado. No comparto las clasificaciones que examinan si son peores las ejecuciones de China o las de Estados Unidos, las de Irán o las de ETA: todo es igual. Tengo mártires como Sacco y Vanzetti. Podía tener la misma sensación por José Antonio Primo de Rivera si no fuese porque entonces caían ya por todas partes: la guerra que él levantó, con los generalotes y los tontos monárquicos, fueron años de tortura y asesinato, y así serían los años de la paz. En mi casa vi lágrimas por él, por el teniente Castillo, por Calvo Sotelo. Eso me dejó amplitud de juicio, deseo de salvar todas las víctimas. El primer muerto que vi en la guerra estaba maniatado, tirado cerca de la cárcel, con un letrero que decía que era primo de José Antonio. El último muerto iba esposado junto a un guardia civil. En un instante, el guardia sacó la pistola y le pegó un tiro en la cabeza. No sé por qué: pero de esas cosas no hay por qué.

En torno a aquella mala muerte de Jesús contada por curas y monjas, dibujada y pintada torpemente, me quedaron muchas cosas. Por ejemplo, el horror al poder de distintos nombres, judío o romano, luego cristiano -peores que los otros: quemaban vivos a los que no pensaban igual-; una solidaridad por los rebeldes, por los que inclinaban a la clemencia, al entendimiento. Y aversión a quienes convertían esa rebeldía en misterios; y hacían de las últimas frases del condenado una teología falsa y siniestra. Me quedó un ateísmo feliz y salvador. Supe la verdad de para qué servía aquello cuando vi la abusiva imagen del condenado presidiendo los tribunales que condenaban a muerte. Sin Dios se entienden mejor las cosas de la vida: el crimen, lo implacable, la palabra profanada, la mentira, la pasión, la furia.

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