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Columna
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Álbum

Mi penita por la marcha de Guardiola tiene mucho de vida cotidiana normal, eso que tan a menudo nos falta, inmersos en el desgarramiento que producen desgarraduras ajenas de las que nos vemos obligados a ser testigos impotentes. A ver si me entienden: que el Barcelona se quede sin Guardiola me importa poco, más o menos igual que el club, cualquier club. Ahora bien, lamento que alguien tan cabal como el Pep se esfume de este paisaje. Lo vivo como una pérdida, igual que viví la desaparición de aquellos jugadores míticos y humanamente apreciables cuyos nombres salpicaban las conversaciones del mundo masculino de mi niñez y adolescencia.

Dentro de todos nosotros permanece nuestra infancia, y dentro de todas las infancias hay un álbum de cromos. En la mía estaban las maravillas del mundo de Nestlé y jugadores de fútbol como Kubala y Di Stéfano, gente que no se iba y venía al señuelo de miles de millones de pesetas, sino que perduraba y a la que uno acababa por considerar como algo suyo.

Pep Guardiola y su elegancia en el juego y en la vida le hacen acreedor a un lugar principal en el álbum de recuerdos de muchos adultos del mañana: entre espacios que provisionalmente habrán ocupado los mercenarios de este deporte tan absurdo y tan arraigado en la gente, que lo mismo la convierte en fanática brutal que en hermandad generosa. Por encima de los mediocres presidentes que le han tocado en suerte, amos de la bolsa y del talento, según creen, Guardiola se ha hecho a sí mismo con dignidad, y ahora se va sin hacer daño y el mínimo ruido posible. Fiel a su estilo.

Se preguntarán qué demonios hago hablando de fútbol. ¿Prefieren que les comente la foto que este periódico publicó la semana pasada, la que mostraba al niño palestino que se había orinado en los pantalones, de pánico, en el momento de ser detenido por un grupo de brutales soldados israelíes armados hasta los dientes? A mí me gustaría que la pequeña pena cotidiana que siento por la marcha de Guardiola fuera el único mal del que tenemos que hablar en este mundo. Y que el niño palestino, libre de amenazas, pudiera jugar al fútbol en un descampado y soñar con ser Guardiola, en vez de tener que luchar a pedradas por su tierra.

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