_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Megasupertecnología

Cuando Anna Birulés, la ministra de Ciencia y Tecnología, se comprometió hace unos meses a que el año que viene habría un ordenador al menos para cada ocoho alumnos en la enseñanza primaria española todos nos alegramos. Éste es, por fin, un país moderno que sabe que un niño sin ordenador es un adulto sin futuro. La promesa de la ministra se basaba en un presupuesto multimillonario de 12 ceros. Dinero de todos, por supuesto. Pero ¿se puede hacer algo mejor con nuestros impuestos que emplearlos en garantizar el futuro de las nuevas generaciones? Es, sin duda, una inversión colectiva llena de buena intención: una apuesta por el colmo de la modernidad.

Lo nunca visto en este país tenía que llegar de la mano del Partido Popular. Y es que las paradojas de la sociedad de la información son infinitas. Como dice Patricia Wallace -una norteamericana directora de investigación sobre el conocimiento en la Universidad de Maryland- en su libro La psicología de Internet (Paidós), en la red 'está, sin límites, lo mejor y lo peor de la humanidad'; vamos, que la sociedad de la información es un megasupermercado en el que no sólo hay de todo, sino 200.000 veces más.

Las maravillas de la electrónica combinada con las telecomunicaciones son algo muy sabido, pero Wallace -una psicóloga convencida de que 'el ser humano se comporta de manera muy predecible cuando se encuentra en ciertos entornos'- describe por primera vez las cualidades psicológicas de Internet. Un lugar sorprendente en el que uno puede tanto cultivarse como corromperse, aprender a conducir por simulador o seguir terapias como la que cura la aracnofobia a base de una exposición virtual continuada a repugnantes arañas de todo el planeta. ¿Qué más se puede pedir como experiencia educativa definitiva?

Hay más: la psicóloga Wallace señala cómo Internet, pese a las cámaras 'nos hace libres del peso de la apariencia' y nos educa en un constante 'presuponer', es decir, a desconfiar de todo dios y sus intenciones: un verdadero master en técnicas de autodefensa psicológica y kárate perceptivo. Si alguien tenía dudas, queda muy claro que Internet puede ser -más que un maestro, un canguro o una familia- un entrenador personal, un coach a la carta como dicen los enterados. Y además no contamina (salvo en la energía que se utiliza para que funcione, pero esta minucia se resolverá cualquier día).

Nuestros niños, pues, tienen un espléndido futuro por delante. La misma ministra me explicaba hace unos años que en Suecia Internet llevaba la escuela a los lugares más aislados, pero que luego a esos niños tenían que ponerles unos maestros para que les enseñaran a perder el miedo a hablar cara a cara con los demás. Claro que si todos acaban comunicándose por la red ¿qué importa un déficit en el cara a cara? Así, además, evitamos problemas con los maestros.

Pensaba en este futuro de maravilla-ficción mientras todos los medios hablaban de la caída del Nasdaq y del pinchazo de las grandes compañías tecnológicas. Es cierto que los que utilizamos, o intentamos utilizar, la red tenemos siempre una visión pesimista: el sistema se cae, la infovía se desorienta, el sistema operativo falla, las infraestructuras están en la edad de piedra, los informáticos son siempre autodidactas, tienen mucha prisa o cobran caro, y hasta Microsoft empieza a reconocer que su Windows 2000 no va. Es decir, quienes tocamos cada día el asunto sospechamos que el futuro de nuestros niños seguirá estando en la escuela de la televisión y del videojuego, que al menos aún funcionan. Pero seguro que estamos equivocados y, desde luego, somos unos maleducados porque algún subversivo en nuestra infancia nos explicó el cuento de la lechera. Y nos hizo mucha gracia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_