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El concierto de las cigüeñas

Las relaciones entre música y sociedad no viven en la actualidad sus horas más felices. Es una conclusión que se deduce de la encuesta de la Sociedad General de Autores (SGAE) sobre los hábitos culturales de los españoles. En el campo de la música clásica, o en el de las artes escénicas en general, los datos han causado cierta alarma por la escasa incidencia que conciertos, óperas o representaciones teatrales tienen en el conjunto global de la sociedad. El fenómeno no es exclusivamente español. La media de edad de los asistentes a los conciertos o espectáculos escénicos en Europa es cada vez más alta y la venta de discos de música clásica, por poner otro indicador, ha disminuido en los últimos tiempos de una forma considerable, hasta el punto de que algunas empresas poderosas, como Sony, se han descolgado del negocio clásico y a otras no acaban de cuadrarles las cuentas para una supervivencia holgada. El problema de la atracción de un público nuevo es, en efecto, preocupante, pero en ningún caso debe llevar a alarmistas callejones sin salida si se aplican, claro, algunas líneas de acercamiento consecuentes con las tendencias más actuales de distribución del ocio.

La primera medida para una correspondencia más enriquecedora entre música y sociedad viene, desde luego, del campo educativo. Difícilmente se ama lo que no se conoce, y nada mejor para amar con intensidad que familiarizarse lo más pronto posible con el objeto a amar. No es ningún secreto que, en España, la educación musical continúa bajo mínimos, a pesar de los pasos firmes que algunas comunidades autónomas han dado en la implantación de escuelas de música. La reciente reducción por el Ministerio de Cultura del número de horas dedicadas a la música en la enseñanza secundaria echa, si cabe, aún más leña al fuego. El contacto con la música desde la escuela es imprescindible en un proceso de normalización de la salud sonora, aquí o donde sea. Y la práctica musical cotidiana está todavía muy lejos de la literaria o la plástica. En los colegios se redacta un texto o se dibuja con mucha más naturalidad que se hace música. Incluso a nivel del instrumento más democrático: la voz. Se canta ahora mucho menos que antes y tampoco proliferan en la medida de lo deseable las agrupaciones corales. Mala cosa. Un reciente estudio en Múnich ha puesto de manifiesto que solamente uno de cada diez adolescentes puede reproducir con fidelidad una melodía, lo que contrasta escandalosamente con los porcentajes de unas décadas anteriores mostrados por Karl Adamek en el libro Singen als Lebenshilfe. La renuncia a la utilización musical de la voz es paralela a la disminución del vocabulario básico en las nuevas generaciones. También en Alemania se han realizado informes sobre la negativa repercusión en la creatividad musical que lleva consigo el empobrecimiento de la expresión verbal y escrita. Es curioso, además, que los países que en estos momentos están a la cabeza de la armonía entre música y sociedad (Finlandia, por ejemplo) son aquellos en los que la educación musical o el movimiento coral ocupan un lugar destacado en las preferencias sociales.

La música, el teatro o la danza, sin embargo, pueden causar, y de hecho causan, verdaderas conmociones, produciéndose a veces esa comunicación soñada entre sala y escenario, esa imagen en peligro de extinción de un teatro puesto en pie aclamando lo visto y oído. Ha ocurrido hace no demasiado en Madrid con un ballet de Maurice Béjart, o en el último festival de Aix-en-Provence con una ópera de Monteverdi. Los que estaban en esos espectáculos, o en otros similares, mostraban una emoción incontenible, lo que lleva a pensar que muchos de los que no estaban habrían experimentado reacciones parecidas. ¿Cómo se explica esa dicotomía entre una sociedad mayoritariamente desinteresada y una minoría exultante ante un determinado tipo de propuestas artísticas? ¿Qué razones y sinrazones son decisivas para acceder a un bien tan preciado y escaso?

Tal vez lo prioritario, en un proceso de recuperación de la importancia de la música en la sociedad, sea algo tan elemental como aprender a escuchar. De rebote, la música puede ayudar a reforzar la madurez democrática. Porque escuchar, lo que se dice escuchar, no es algo demasiado habitual en estos tiempos que corren. Para activar los mecanismos de la escucha se necesita un poquito de concentración y, sobre todo, una curiosidad despierta. 'Despertar el oído, los ojos, el pensamiento humano, la inteligencia, el máximo de interiorización exteriorizada. He aquí lo esencial hoy en día', escribía el compositor Luigi Nono en El error como necesidad. No le falta lógica a este discurso con apariencia de arenga, y lleva más o menos a un punto de partida: las sensibilidades pueden estar de vacaciones, pero no enterradas. Hace unos días presencié en Rabat una escena muy ilustrativa al respecto. En la necrópolis romano-árabe de Chellah -un espacio de ruinas de civilizaciones superpuestas, morabitos y alminares, en medio de una exuberante floresta sobre un valle apacible-, se concentran en esta estación del año centenares de cigüeñas. Hay gigantescos árboles que parecen guarderías de crías, y cigüeñas aisladas o en parejas que definen un paisaje tan poco frecuente como cautivador. De repente, una de las cigüeñas empezó a crotorar. La respuesta de sus compañeras de oasis no se hizo esperar, creándose una vertiginosa sucesión de diálogos musicales a un ritmo envolvente. Este inesperado concierto paró en seco a todos lo grupos que en ese momento estaban visitando el entorno histórico-paisajista. El clima de encantamiento evocaba lo que, en términos poéticos, se conoce como el tiempo detenido. Crotoraban las cigüeñas y la música volvía a nacer en su dimensión primigenia. Y hasta el rito del concierto se reproducía al recuperarse el silencio, con una explosión de espontáneos aplausos por los visitantes-espectadores en un ejercicio de sensibilidades sacudidas.

Del impacto primitivo del concierto de las cigüeñas se pueden sacar varias conclusiones en apartados como la importancia de la sorpresa, el sentido del espectáculo, el magnetismo de los lugares o el efecto de la precisión interpretativa. Incluso algunas de ellas son trasladables a la situación actual. De hecho, la elección de espacios idóneos para la música o el teatro es uno de los temas más debatidos en los últimos años, sobre todo a partir del antes y el después que supuso la puesta en marcha del auditorio modular de la Cité de la Musique de París, con su distribución cambiante según las necesidades de cada acto musical. Las salas de conciertos, los teatros de ópera convencionales, garantizan la fidelidad del sonido, pero quizás resultan insuficientes ante las demandas de creadores y un sector del público. No es cuestión, en cualquier caso, de un reemplazamiento, sino más bien de una complementación. El público también se puede definir muchas veces en función de los espacios. El abanico es amplio, desde la vuelta a la magia visual y la sonoridad de catedrales y edificios históricos hasta la reconversión de naves industriales en lugares artísticos de la cuenca del Ruhr, o la investigación alrededor del silencio y la naturaleza de los conciertos al pie de neveros de alta montaña, únicamente accesibles con calzado adecuado, presentados por el Zeitfluss, muestra alternativa del Festival de Salzburgo. Una sinfonía, un cuarteto de cuerda, tienen su casa ideal en un auditorio cómodo y bien sonorizado, desde luego, pero ciertas experiencias musicales reclaman otros ámbitos y atraen a otro tipo de espectadores, que pueden un día dar el salto a los espacios convencionales y al repertorio más tradicional.

El espectáculo debe continuar, se dice en una canción de Queen. Una de las diferencias fundamentales entre el espectador de hoy y el de hace unas décadas es la sustitución de lo que podríamos llamar cultura de la continuidad por la cultura de la excepcionalidad. Es una consecuencia de las formas de vida. Ante el aluvión de imágenes consumistas de la sociedad actual y el frenesí de la vida cotidiana, uno se agarra como un clavo ardiendo a los instantes de belleza que depara lo nunca visto, lo único. La excepcionalidad puede surgir por sorpresa, pero casi siempre hay que buscarla. De ahí el éxito de los festivales carismáticos o de las proposiciones artísticas ambiciosas. Plácido Domingo lo ha entendido muy bien en la planificación de la Ópera de Los Ángeles, forzando puntos de encuentro del teatro lírico con la industria del cine e incorporando a California algunos de los hallazgos estéticos de la década Mortier en Salzburgo. Ello no tiene por qué llevar consigo una disminución de las calidades específicamente musicales. Se trata más bien de una reacción ante la preponderancia de la cultura visual. Es algo que también tiene su reflejo en el terreno que le está comiendo el DVD al disco compacto. Todo esto puede facilitar también la incorporación de nuevos públicos, entre otras razones, porque la cultura del espectáculo global y la interrelación entre las artes son más familiares al espectador joven. La barrera que a veces ejercen los formalismos del mundo clásico se está superando sobre todo en el repertorio barroco y en el contemporáneo, precisamente los que despiertan menos reticencias en sectores juveniles.

No son, ni mucho menos, los aspectos señalados los únicos que pueden facilitar una relación más amable entre música (o artes escénicas) y sociedad, pero por algún sitio hay que empezar. La mejora de los índices de participación de la sociedad en la cultura no va a ser fácil. Algo que ver con ello tendrán, digo yo, los diferentes organismos culturales. Enseñar al que no sabe, o dar buen consejo al que lo necesita, no son aquí y ahora obras de misericordia de catecismos nostálgicos, sino responsabilidades sociales de primerísima magnitud.

Juan Ángel Vela del Campo es crítico musical.

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