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Idiomas

Existen pocas materias, si alguna, que no sean consideradas imprescindibles para el desarrollo de la persona humana o de ésta o la otra capacidad indispensable para afrontar la vida. Eso dicen. Y lo defienden con uñas y dientes, sobre todo, quienes se ganan el sustento enseñando una asignatura cuya continuidad corre peligro. Y cuando los chicos van tan sobrecargados que algunos pierden el equilibrio psíquico, aún hay políticos que en el Congreso postulan la introducción de materias tales como el ajedrez, juego genial que si algo estimula, acaso, es la neurosis.

Hemos visto a profesores de filosofía profetizarle a la humanidad los más negros augurios si no se imparte más filosofía. Yo siempre he creído que la filosofía del bachillerato sólo sirve para hacer fatuos y pedantes, por lo menos, a los proclives a la fatuidad y a la pedantería. Ortega dijo que el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. Pero el conocimiento de la historia es un arma de doble filo y el filo más cortante puede caer del lado de los inconvenientes. Ciertas frases hacen fortuna, pero por desafortunadas. Difícilmente se aprende de los errores ajenos cuando todos sabemos por experiencia lo poco que aprendemos de los propios.

¿Qué decir de los idiomas? Para empezar, del latín y el griego. Nuestros adolescentes tendrían que saber traducir, al menos, a autores como Jenofonte y Julio César. De lo contrario, perdemos contacto con nuestras más lejanas raíces culturales. Así lo ha entendido el Gobierno francés, que no sólo los profesores de lenguas clásicas. Lo más grasiento del caso es que ni el uno ni los otros niegan, antes al contrario, la necesidad de que la turba juvenil aprenda también idiomas modernos. En realidad, sobre esto último todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo. Quien se lance hoy al mundo sin haberse pertrechado de idiomas, hágase cuenta de que se lanza desnudo. El inglés, por supuesto, es la lengua franca y se pide para todo, venga o no venga a cuento, que muy a menudo no viene. Pero es que además, si se quiere llegar hasta la esquina, el inglés sólo no basta. Hay que agregarle, por lo menos otra lengua moderna. De modo que apresurémonos a echar cuentas antes de seguir adelante. De entrada, en muchas parte de Europa ya hay que conocer bien dos lenguas, la autóctona y la oficial del Estado. Valenciano y castellano en nuestro caso. Sumémosles el inglés porque es el latín de nuestro tiempo. El alemán no podemos escamotearlo, nos dicen; es el idioma más hablado en la UE y nosotros somos miembros de la UE. Sobre este asunto de las lenguas insisten en Cataluña políticos y empresarios. Según Carod-Rovira, a más del catalán son imprescindibles el castellano y el inglés. Joaquim Nadal va más lejos. 'Es obvio que mejorar la lengua inglesa es necesario, pero no deberíamos tirar por la borda el francés'. Catalán y castellano los da por supuestos. De modo que tenemos estas dos lenguas más francés, alemán e inglés. Cinco en total. Sin olvidar las clásicas, que para llegar a traducir a Jenofonte, con la ayuda del diccionario, se necesita más tiempo que para entenderse razonablemente en francés. Siete lenguas que, aún mal conocidas, llenan el curriculum. De modo que si escuchamos a todos los que urgen la enseñanza de idiomas las nuevas generaciones no tendrán tiempo para aprender otra cosa. Serían analfabetas en varias lenguas, como decía Ortega.

Eso, dando por sentado que de las lenguas extranjeras se hará un uso meramente funcional, 'suficiente para vivir', como dice Carod-Rovira. Es una necesidad económica en un mundo internacionalizado. Otra cosa sería pedir gollerías imposibles. Llegar a captar el espíritu de una lengua ajena es, en muchos casos, misión imposible. Tuvieron que pasar unos diez años de mi muy larga estancia en Estados Unidos antes de que yo pudiera decirme a mí mismo, ahora comprendo el inglés de por estos pagos. Y así y todo, aunque conservo la música, se me ha olvidado parte del vocabulario de ese idioma, al menos, en su vertiente activa. Por fortuna, ese funcionalismo no se produce entre nosotros porque castellano y valenciano son lenguas del mismo tronco y hemos vivido inmersos en ambas desde la niñez. Pero es un hecho excepcional; lo corriente será que los jóvenes que no quieran quedarse descolgados aprendan, y con ello se les vaya gran parte del tiempo, rudimentos de muchos idiomas como meros instrumentos de supervivencia. No comprenderán el alma china por el hecho de conocer un poco de mandarín que al paso que va China (¿primera potencia mundial dentro de 25 años?), nos lo agradecerá abriéndonos sus puertas de par en par.

Todo este guirigay de los idiomas es una excrecencia del tremendo callejón sin salida en que hoy se encuentra la educación. No es culpa de nadie. Cada día surgen nuevas disciplinas y se hacen más espesas las tradicionales que todavía conservan su necesariedad. Encontrar un punto de equilibrio en esta barahúnda de saberes, si siempre ha sido difícil, ahora es imposible y de ahí el profundo descontento general y la demanda constante de renovación de los planes de enseñanza. Y de la sobrecarga que se les impone a unos chicos muchos de los cuales no ven nada claro su futuro y creen inútil aprender lo que por fuerza se les quiere enseñar.

Como urgen soluciones, surgen. Así tenemos al pensador Edgar Morin, quien dice cosas como la siguiente: '... el conocimiento debe ser pertinente, es decir, situado en el contexto histórico o científico: un conocimiento que vaya de la parte al todo y del todo a la parte, y que aúne lo global con lo local'. Propone también, entre otras muchas cosas, 'una mirada integradora a lo que es el ser humano como individuo y como especie'. Pues estamos listos. A ver quién le pone el cascabel a ese gato. Ya. El señor Morin quiere luchar contra 'la fragmentación de la enseñanza'. Pero esa visión humanística de conjunto, ¿no es en sí misma ya especialidad y, a mayor abundamiento, asequible sólo a unos pocos? ¿Quiénes además no podrán ganarse la vida con sus enseñanzas porque Roma sólo paga -si paga- cuando se le habla en latín? Tal vez, tal vez, a problemas abstrusos, nudos gordianos. Pero lejos de nosotros la tentación de simplificar lo simplificable.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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